Del
lecho del río Chuviscar surgió, al compás del clarín de la caballería villista.
Los soldados federales, ante la sorpresa total en esa mañana, corrían
despavoridos por la avenida Independencia, sus oficiales daban órdenes para
ofrecer la resistencia, tomando las azoteas que miraban hacia el norte, de
donde se precipitaban las fuerzas revolucionarias. El sitio que ahora alberga a
Plan de Álamos, San Felipe Viejo y Barrio del Palomar, había sido resguardado
de los revolucionarios, pues casi siempre los atacantes usaban el lecho del río
para sorprender a la guarnición.
Don
Manuel, esposo de doña Vicenta, era electricista y estaba empleado por el
gobierno para instalar la electricidad en el kiosco de la Plaza de Armas.
Aquella mañana de otoño, cuando iba a tomar su café, había llegado hasta su
casa Anselmo García a pedirle trabajo de ayudante, pues tenía diez días de
haberse casado y andaba sin chamba. Saborearon el oscuro líquido cotidiano
mientras doña Chenta les preparaba algo de comida para la jornada. Luego se
fueron platicando rumbo a la plaza.
El
silbido macabro de las balas de la fusilería, el tropel de la caballería y el
ritmo de las ametralladoras los obligó a refugiarse en la Catedral donde encontraron
“Casa Llena” Con el Jesús en la boca las mujeres rezaban, había ancianos,
despreocupados algunos y otros angustiados, lloraban los niños y el sacerdote
calmaba a unos y a otros, moviéndose por todo el templo. Pasaron largos treinta
o cuarenta minutos, la puerta se abrió lentamente y fueron saliendo todos,
entre ellos el “Maistro” electricista y su ayudante, con paso ligero y luego al
trote, corrieron por la calle segunda y doblaron por la Aldama, ubicándose
exactamente atrás de lo que sería el cine Plaza. Precisamente allí, un soldado
les hizo el alto y luego les indicó:
-Mi
coronel los quiere ver, así es que píquenle pa´dentro-
La
actitud y el tono eran para no chistar. Don Manuel y Anselmo entraron a un
zaguán y vieron una pequeña caja de muerto, por su tamaño se podría decir que
era de un niño.
-Aquí
están los dos civiles que pidió, mi Coronel-
-Bien.
Miren ustedes, necesito mandar este parque a mi General, que se encuentra aquí
nomás en la Plaza de Armas. Este cabo y mi asistente les ayudarán a cargar la
caja del muertito, está chiquita pero va cargada de puro plomo para esa chusma
revoltosa. Pesa un carajal, así que a cargarla-
Diciendo
y haciendo, sufriendo y pujando, los cuatro hombres sujetaron cada uno de los
bordes de la caja, apoyada en sus hombros, los dos soldados atrás y lo dos
civiles al frente. La marcha se malogró pues al voltear la esquina de Aldama e
Independencia para ir rumbo a la plaza, se escucho un grito, la caja se
tambaleó al desplomarse Anselmo. Allí se quedó tirado.
Los
otros llegaron como pudieron y entregaron la carga.
-Muchas
gracias muchacho, muchas gracias. Suban lo que traen ahí-
-Si
señor, mucho parque- dijo el electricista.
-Teniente,
abra esa caja-
Cuando
el oficial quitó la tapa, aparecieron muchas monedas de veinte pesos de puro
oro.
-Agarren
un puñado y lárguense pronto- dijo el general.
-Señor-
musitó don Manuel –Mataron a mi ayudante, él venía con nosotros, y pues, tenía
poquito de casado-
-Pos
agarra otro puñado, llévaselo a la viuda pa´ que cuando se le pase el
sufrimiento le dé vuelo a la hilacha-
Don
Manuel salió apresurado, fue por el cadáver de Anselmo, pero cuando ya estaba
cerca se oyó otro clarinazo, otra avanzada, pensó, así que mejor salió
corriendo. Regresó por la tarde a recoger el cadáver de su ayudante para darle
sepultura.
Nunca
me lo hubiera imaginado, pero dos años después de que me contaron lo anterior,
un albañil contratado por mi padre, mientras realizaba el trabajo, me dijo:
-Lo
que le voy a contar es un secreto, aunque ha pasado tanto tiempo… el ingeniero
ya no vive aquí, y el capataz Don Chuy, ya se murió. Mire nomás: cuando hicimos
el hotel Del Real y escavamos para hacer los cimientos encontramos en una pared,
una caja de madera bien podrida. Cuando se le dio el talachazo, vimos que
estaba llena de monedas de puro oro, entonces el ingeniero nos formó en línea y
nos habló-
-Este
dinero es del gobierno, pero nos hace más falta a nosotros. Así es que agarre
cada quien un puñado, solo uno, lo que sobre será mío, pero si no sobra nada,
no me toca nada. ¿De acuerdo?-
-Claro
que si, como usted diga- dijimos nosotros.
Al
otro día era domingo, no hubo trabajo. Nadie platicó nada, pues sabíamos que si
alguien hablaba haría un mal para él y para todos. Al lunes siguiente la mitad
de los hombres no regresaron a la obra. Los demás gastaron poco a poco el
puñado de oro.
A
veces lo dudo, pero es muy posible que aquel oro, era el mismo que cargó
Anselmo, el recién casado, el ayudante del Maistro Electricista.
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