Había una vez un muchacho que se
llamaba Chicomexóchitl, Siete Flor, que había nacido milagrosamente, pues su
madre se había preñado cuando sin querer se tragó una piedra preciosa que había
en al agua de un manantial adonde había ido a acarrear agua.
La madre era nada menos que la Madre
Tierra. El nombre del muchacho era simbólico, pues el Siete hacía referencia a
la semilla, el centro, la perfección, la abundancia y la ofrenda; y Flor
simbolizaba el amor, la hermosura, la creación y la sabiduría.
Por lo tanto Chicomexóchitl era
hermoso e inteligente. Además, era un chico travieso y siempre se lo encontraba
danzando, bailando y haciendo música, cuando no cantando de alegría.
Tenía una abuela que era muy mala y
deseaba matarlo, pues era una tzitzimitl del Mal Aire, especie de deidad maligna
y poderosa.
Con el propósito de matarlo, lo
enviaba a lugares peligrosos donde los animales dañinos pudieran comérselo.
Pero siempre volvía sano y salvo de los mandados a los que la abuela lo
enviaba.
Cuando una guacamaya se lo
quiso comer, el muchacho le quitó su pico, y con el caparachón que pintó de una
tortuga hizo un instrumento musical.
Como nada podía matarlo un día la
malvada abuela le rompió el cuello y lo enterró. Cada día, la abuela acudía al
terreno donde estaba sepultado su nieto y espiaba.
Pasado cierto tiempo, la mujer vio
que había crecido una plantita en tal lugar. La planta creció hasta que dio
unos magníficos elotes.
Era Chicomexóchitl que se había
convertido en maíz. La mala abuela recogió los elotes de la planta y los
desgranó para hacer masa de nixtamal, la cual echó al río, a fin de borrar
cualquier rastro de su nieto. Pero en el agua Chicomexóchitl resucitó.
Como castigo a la maldad de la
abuela, Chicomexóchitl la quemó en un temazcal, después de que la abuela quiso
quemarlo calentando mucho el fuego y el agua para que el muchacho sagrado
muriese de asfixia.
Las cenizas de la abuela se tiraron
al mar, a la “esquina del mundo”, para librar a la humanidad de los actos
malignos de la mujer. Sin embargo, la persona que fue encargada de arrojar los
guajes que contenían sus cenizas, no los cerró bien y éstas se esparcieron y se
convirtieron en moscas, avispas y abejas que transmiten enfermedades y dañan a
las personas. La tonta persona recibió su castigo por su torpeza y se convirtió
en un sapo a quien los insectos picaron y llenaron su lomo de granos.
A este Dios Maíz se le debe la invención de la danza, la música, el
canto, la palabra y la escritura.
También dio a los hombres la técnica para el cultivo del maíz, el arte y
los conocimientos que necesitaban para vivir.
Aun ahora Chicomexóchitl anda por los montes feliz y siempre cantando.
Tal vez le encontremos algún día.
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