Yo
soy la Mujer Serpiente, la diosa del nacimiento, patrona de las parteras, los
médicos y los sangradores, y de las mujeres que mueren en la niñez.
Protejo a las mujeres que mueren en el trabajo de parto. No me conformo con un solo nombre, soy Quilaztli, Yaocíhuatl, Huitzinicuatec, y Tonatzin.
No soy muy joven, tengo la edad de la sabiduría, pero soy bella y me pinto la cara de rojo y negro, adorno mi cabeza con una tiara de plumas de águila, y mi cabello se peina a la manera de cuernitos a los lados de la frente; mi cuerpo se cubre con una falda de caracolillos y un huipil rojo, aunque a veces mi atuendo es todo blanco cuando salgo a las calles de Tenochtitlán a bramar de noche. Llevo en la mano derecha un telar y en la izquierda un escudo.
Supe que siglos después de este momento en que recuerdo los acontecimientos, un cronista español de los que acabaron con nuestra religión me describió de esta manera:
Su pintura facial con labios abultados de hule, y mitad roja y mitad negra. Su corona de plumas de águila; sus orejeras de oro. Su camisa de encima con pintura de flores acuáticas, y la de abajo, de color blanco.
Sus sonajas, sus sandalias, su escudo recubierto de plumas de águila, su palao de telar. Descripción que se acerca bastante a la verdad.
No siempre soy buena, pues a veces llevo a los hombres la pobreza, el abatimiento, y los problemas cotidianos, qué le vamos a hacer!
A las mujeres de los tianguis me les aparezco junto a sus puestos; llevo conmigo una cuna y la dejo junto a ellas y yo desaparezco.
Las mujeres, curiosas, nunca dejan de mirar dentro de la cuna en donde encuentran un cuchillo de obsidiana con los que se efectúan los sacrificios humanos que tanto me gustan.
Yo tuve un hijo llamado Mixcóatl a quien abandoné en una encrucijada, y por el cual aún lloro por la ciudad de Tenochtitlán, nunca lo encuentro siempre me topo con el sangriento cuchillo de pedernal que tanto asusta a las marchantas del tianguis.
Tengo como sacerdote nada menos que a Tlacaelel, “el que anima el espíritu”, gran guerrero consejero de tlatoanis.
Él es el encargado de propiciar que mi celebración se lleve a cabo en el mes Huey Tecuilhuitl, La Gran Fiesta de los Señores, y de inmolar en mi honor una víctima cada semana, pues soy muy hambrienta. Los sacerdotes tienen la amabilidad de envolver un pedernal cada ocho días, para colocarlo dentro del coztli, la cuna, que las sacerdotisas portan en la espalda y que una de ellas se encarga de darla a la vendedora más rica para que cuide a mi hijo. Cuando la vendedora ve a mi hijo-pedernal, siempre lanza un grito de terror y exclama: -¡He visto a Cihuacóatl!-
Entonces, los sacerdotes saben que ha llegado el momento de ofrecerme el sacrificio máximo, mientras entonan el canto dedicado a mí que empieza, si mal no recuerdo:
-“¡El Águila, el Águila, Quilaztli,/ con sangre tiene cercado el rostro,/ adornada está de plumas!¡”Plumas de Águila” vino,/ vino a barrer los caminos!”-
Pero si un gran mérito tengo es el de haber ayudado a Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, a llevar los huesos que había recogido del cerro Tonacatépetl, Cerro de Nuestra Carne, convertido en hormiga negra, a Tamoanchan, donde los puse en una vasija y los revolví con la sangre del miembro viril del dios, para crear con la pasta formada a los nuevos hombres de maíz.
Yo oí como los dioses dijeron: -“Ha llegado el tiempo del amanecer, de que se termine la obra y aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir”-
Así pues, como puedes observar no soy del todo mala, sino como todos los dioses: buenos y malos.
Protejo a las mujeres que mueren en el trabajo de parto. No me conformo con un solo nombre, soy Quilaztli, Yaocíhuatl, Huitzinicuatec, y Tonatzin.
No soy muy joven, tengo la edad de la sabiduría, pero soy bella y me pinto la cara de rojo y negro, adorno mi cabeza con una tiara de plumas de águila, y mi cabello se peina a la manera de cuernitos a los lados de la frente; mi cuerpo se cubre con una falda de caracolillos y un huipil rojo, aunque a veces mi atuendo es todo blanco cuando salgo a las calles de Tenochtitlán a bramar de noche. Llevo en la mano derecha un telar y en la izquierda un escudo.
Supe que siglos después de este momento en que recuerdo los acontecimientos, un cronista español de los que acabaron con nuestra religión me describió de esta manera:
Su pintura facial con labios abultados de hule, y mitad roja y mitad negra. Su corona de plumas de águila; sus orejeras de oro. Su camisa de encima con pintura de flores acuáticas, y la de abajo, de color blanco.
Sus sonajas, sus sandalias, su escudo recubierto de plumas de águila, su palao de telar. Descripción que se acerca bastante a la verdad.
No siempre soy buena, pues a veces llevo a los hombres la pobreza, el abatimiento, y los problemas cotidianos, qué le vamos a hacer!
A las mujeres de los tianguis me les aparezco junto a sus puestos; llevo conmigo una cuna y la dejo junto a ellas y yo desaparezco.
Las mujeres, curiosas, nunca dejan de mirar dentro de la cuna en donde encuentran un cuchillo de obsidiana con los que se efectúan los sacrificios humanos que tanto me gustan.
Yo tuve un hijo llamado Mixcóatl a quien abandoné en una encrucijada, y por el cual aún lloro por la ciudad de Tenochtitlán, nunca lo encuentro siempre me topo con el sangriento cuchillo de pedernal que tanto asusta a las marchantas del tianguis.
Tengo como sacerdote nada menos que a Tlacaelel, “el que anima el espíritu”, gran guerrero consejero de tlatoanis.
Él es el encargado de propiciar que mi celebración se lleve a cabo en el mes Huey Tecuilhuitl, La Gran Fiesta de los Señores, y de inmolar en mi honor una víctima cada semana, pues soy muy hambrienta. Los sacerdotes tienen la amabilidad de envolver un pedernal cada ocho días, para colocarlo dentro del coztli, la cuna, que las sacerdotisas portan en la espalda y que una de ellas se encarga de darla a la vendedora más rica para que cuide a mi hijo. Cuando la vendedora ve a mi hijo-pedernal, siempre lanza un grito de terror y exclama: -¡He visto a Cihuacóatl!-
Entonces, los sacerdotes saben que ha llegado el momento de ofrecerme el sacrificio máximo, mientras entonan el canto dedicado a mí que empieza, si mal no recuerdo:
-“¡El Águila, el Águila, Quilaztli,/ con sangre tiene cercado el rostro,/ adornada está de plumas!¡”Plumas de Águila” vino,/ vino a barrer los caminos!”-
Pero si un gran mérito tengo es el de haber ayudado a Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, a llevar los huesos que había recogido del cerro Tonacatépetl, Cerro de Nuestra Carne, convertido en hormiga negra, a Tamoanchan, donde los puse en una vasija y los revolví con la sangre del miembro viril del dios, para crear con la pasta formada a los nuevos hombres de maíz.
Yo oí como los dioses dijeron: -“Ha llegado el tiempo del amanecer, de que se termine la obra y aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir”-
Así pues, como puedes observar no soy del todo mala, sino como todos los dioses: buenos y malos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario