Los dioses que viven sobre las nubes
tienen muchas cosas que hacer. Se ocupan de mandar lluvia a la tierra cuando
concierne, para que crezcan las cosechas, administran los vientos y, cuando
hacen algún descubrimiento, se lo enseñan a los hombres. Los dioses han
enseñado al pueblo mejicano a tejer sus trajes, a hacer carreteras y otras
muchas cosas más.
Cuando
no tienen nada que hacer, los dioses juegan a la pelota sobre las nubes, o se
tumban para fumar su pipa.
Hace
muchos años, un dios de los más jóvenes se aburrió de hacer lo de costumbre.
Andaba triste y meditabundo. Al preguntarle uno de los dioses por qué estaba
tan aburrido, contestó que era porque deseaba tener un hijito.
Un
buen día bajó a la tierra y empezó a vagar por ella. Nadie sabía que era un
dios, porque su aspecto era el corriente de un hombre vulgar. En sus correrías
llegó a un arroyo, y allí conoció a una muchacha muy bella que iba a llenar su
cántaro de agua. Pronto se enamoraron uno de otro y tuvieron un hijo. El dios
se sintió muy feliz con su pequeño y su querida esposa; pero tuvo que
abandonarles porque tenía mucho que hacer en el cielo: debía ayudar a regular
las lluvias y vientos, pues si no, se hubieran secado las cosechas y su familia
hubiera muerto de hambre.
Se
despidió cariñosamente de ellos y desapareció.
La
joven vio que en el lugar donde se habían despedido, sobre el suelo, había una
hermosísima piedra verde. Cogiéndola, la agujereó y se la colgó al niño del
cuello.
Entonces,
al hallarse sola, decidió volver a casa de sus padres. Éstos la recibieron muy
mal. Querían matar al niño, pues decían que un niño sin padre debe morir.
Entonces
la muchacha huyó de su casa; vagó por el campo, y al anochecer decidió dejar al
niño sobre una frondosa planta y volvió a su casa llorando. Sus padres pensaron
que lo había matado.
Al
día siguiente corrió a ver a su pequeño y lo encontró rodeado de carnosas hojas
que la planta había curvado sobre él para que no le molestase el sol. Dormía
profundamente y goteaba sobre su boquita un líquido lechoso, dulce y caliente,
que manaba de las hojas.
La
madre pasó el día con él, muy feliz; pero al anochecer hubo de dejarlo de nuevo
en el campo, pues sus padres deseaban perderlo. Aquella noche lo dejó sobre un
hormiguero.
A
la mañana siguiente lo encontró cubierto de pélalos de rosa, sonriente tranquilo.
Unas hormigas le llenaban los pétalos, mientras otras traían miel, que
depositaban cuidadosamente en los labios del niño. La doncella tenía mucho
miedo de que sus padres descubrieran el paradero del niño, y por esto decidió
meterlo en una cajita y echarlo al río.
Así
lo hizo, y pronto desapareció la caja, empujada por la corriente. Junto a la
orilla del río vivían unos pescadores que deseaban tener un hijo. Cuando el pescador
encontró la caja en el río y vio que tenía dentro un precioso niño, se lo llevó
a su mujer. Ésta, loca de alegría, le hizo trajes y zapatos para abrigarlo.
—¿Cómo
le llamaremos?
—Tiene
una piedra verde colgada de su cuello; como esta piedra sólo se encuentra en
las montañas, le llamaremos Tepozton (el Niño de la Montaña) —dijo el pescador.
El
niño creció y fue muy feliz con sus padres adoptivos. Cuando tuvo siete años,
el pescador le hizo un arco y unas flechas para que se entretuviera cazando.
Todos
los días venía a casa cargado de animales. Unos días eran codornices; otros,
ardillas. Pero siempre traía algo para la cena.
—¿Qué
haces todos los días por el bosque? —le preguntó la mujer del pescador.
—Tengo
muchas cosas que hacerle contestaba el muchacho.
Pero
ella sospechaba que el chico debía tener algún poder mágico y que no era un
niño corriente. Tenía una puntería tan certera, que no le talaba ninguna flecha
que disparaba, y esto era extraño en los niños de su edad. Cuando se le habló
del gigante devorador, nunca demostró miedo. En Méjico existía un monstruo que
todas las primaveras exigían devorar una vida humana. Cada año escogía una
ciudad y en ella se echaba a suerte. El pueblo había hecho un trato con el
gigante: si se le daba todos los años una vida humana, él no mataría a nadie en
mil leguas a la redonda.
Cuando
Tepozton tenía nueve años, le tocó al pescador alimentar al gigante, y decidió
ser él mismo la víctima. Se despidió de su mujer e hijo y se entregó a los
soldados para que le llevasen al palacio del dragón.
Tepozton
suplicó al pescador que le dejara ir en su lugar. A él no. le ocurriría nada y
quizá conseguiría dar muerte al ogro. Al fin, el pescador consintió.
Tepozton
hizo fuego en un rincón del patio y dijo a los pescadores:
—Vigilad
el fuego. Si el humo es blanco, estaré sin peligro; si se vuelve gris, estaré a
punto de morir, y si se vuelve negro, habré muerto. Besó a sus padres adoptivos
y se fue con los soldados.
Mientras
caminaban, Tepozton iba cogiendo piedrecillas de cristal y las iba poniendo en
sus bolsillos. Estas piedras salían del volcán; eran negruzcas y tenían un
brillo extraño. Las gentes solían hacer con ellas collares y pulseras.
Tepozton
llenó de estas piedras todos sus bolsillos. Luego que llegaron al palacio del
gigante, presentaron al niño. El monstruo se encolerizó, porque le pareció un
insignificante bocado. Como tenía mucha hambre, preparó una olla con agua
hirviendo para guisarlo en seguida, y cogiendo a Tepozton por un brazo, lo
metió en ella para que se cociera. Mientras tanto, se dispuso a poner la mesa.
Cuando
lo hubo preparado todo, levantó la tapa de la olla para ver cómo iba su cena, y
cuál sería su asombro al ver que había, en vez de un niño, un gran tigre. El
tigre abrió la boca y dio tal rugido, que el gigante, horrorizado, se apresuró
a poner la tapadera de nuevo. Decidió esperar un poco más.
Como
estaba muy hambriento, cuidadosamente volvió a levantar la tapadera de la olla;
pero en seguida la volvió a cerrar, porque esta vez encontró, en vez del tigre,
una horrible serpiente.
Como
el hambre le acuciaba, decidió comerse la serpiente; pero al levantar la
tapadera se encontró con que ésta había desaparecido y en su lugar estaba el
muchacho, completamente crudo y riéndose de él. Furioso, le cogió por los pantalones
y se lo metió en la boca. Entonces el humo del fuego de la casa de los
pescadores se volvió gris oscuro. Éstos, aterrorizados, se echaron a llorar.
Pero
Tepozton se escurrió hacia la garganta del dragón antes de ser masticado. Una
vez en ella, se dejó caer a su enorme estómago. Cuando hubo llegado a aquella
gran caverna, sacó las piedras cristalinas de su bolsillo y comenzó a
perforarla, logrando abrir un gran agujero en el estómago del gigante.
Mientras
tanto, éste, destrozado por aquel extraordinario dolor, mandó llamar a un
médico.
—¡Este
muchacho me ha envenenado! — gritaba, martirizado por aquellos dolores.
Tepozton
cortaba y cortaba, y el agujero era tan grande, que ya empezaba a filtrarse la
luz del exterior. Logró hacer tan gran cavidad, que el ogro murió. Entonces él
saltó alegremente fuera por el agujero que habla hecho.
El
humo del fuego de la casa de los pescadores se volvió completamente blanco y el
pescador y su esposa lloraron de alegría.
Después
de esto, el pueblo, agradecido a Tepozton por la muerte del gigante, le nombró
rey. Vivió en el palacio del coloso y enseñó a su pueblo muchas cosas útiles.
Cuando tenía tiempo, jugaba a la pelota con su padre, el más joven de los
dioses, sobre las nubes. Otras veces marchaba por su reino, como un hombre
cualquiera, para ayudar a las gentes.
Algunos
dicen que ahora vive con su padre en el cielo; sin embargo, otros aseguran que
sigue en la tierra ayudando a los hombres, pero que no se le reconoce, porque
parece un hombre vulgar y corriente.
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