Hace
ya mucho tiempo escuché una leyenda procedente de la ciudad de Zacatlán, Pueblo
mágico del estado de Puebla, cuyo nombre significa “lugar donde abunda el
zacate”, y al cual se le conoce también con el poético nombre de Zacatlán de
las Manzanas, ya nos podemos imaginar el porqué.
Durante la época de la
lucha independentista de México, el insurgente Francisco Osorno tomó la ciudad
que se encontraba en manos de los españoles y la convirtió en su centro de
actividades militares. Osorno había nacido en Chignahuapan el 19 de marzo de 1769,
y fue un gran militar que consiguió muchas victorias en la lucha armada contra
los colonialistas. Antes de unirse a los insurgentes había sido procesado por
ser ladrón de caminos en el estado mencionado de Puebla. Y es de todos sabido
que cometió una serie de tropelías antes de convertirse en militar.
Este personaje ha sido
objeto de una leyenda popular muy conocida en la región poblana. En Zacatlán
existe un templo dedicado a San Francisco, y se dice que en él se aparecía – o
se aparece- el fantasma de Osorno. Cuenta la leyenda que cuando sonaba la
medianoche dentro del templo se aparecía el fantasma del militar, quien vestido
como tal, se arrodillaba ante el altar y gemía y se lamentaba lastimosamente.
Al
llegar la madrugada, los gemidos cesaban y el fantasma de Osorno dejaba el
templo y se iba caminando por la ciudad de Zacatlán. Al salir se le notaba en
la cara el arrepentimiento que llevaba a cuestas. Arrepentimiento por las malas
acciones que había cometido en vida.
Muchas fueron las personas
que le vieron tanto en el templo como caminando por las calles del poblado.
Quien se lo encontraba se llevaba un susto tremendo. Toda la ciudad vivía
asustada y temerosa de encontrarle por casualidad.
En cierta ocasión, un
centinela que hacía su ronda frente a un cuartel vio pasar una sombra y al
momento gritó: – ¡Alto ahí, ¡quién vive! A lo que una siniestra voz le
respondió: ¡Soy el brigadier Francisco Osorno, y estoy pagando por mis delitos!
El centinela, muy asustado, corrió al cuartel a dar cuenta a sus superiores de
la aparición fantasmal. Tanto fue su espanto que pasados siete días murió de
puro susto.
Por la ciudad cundió más el
pánico, ya nadie quería salir se sus casas y tenían miedo de acudir al templo
de San Francisco. Ante esta grave situación, el sacerdote de la iglesia se armó
de un crucifijo, velas y agua bendita y, ayudado por el sacristán, recorrió
todo el pueblo bendiciéndole, esparciendo el agua bendita y pidiendo al Santo
Padre que los protegiera de tan molesto fantasma.
A los pocos días el fantasma
ya no volvió. Se había ido a pagar sus culpas a otro sitio. O tal vez ya había
sido perdonado por sus fechorías… ¡O tal vez aún sigue gimiendo en el templo de
San Francisco! ¡Quién lo sabe!
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