Recién
cumplidos sus 17 años, Jesús solicitó empleo directamente en la oficina del
ferrocarril de la Compañía Minera de Nacozari. El encargado, debido a su corta
edad, le brindó trabajo como aguador pero adquirió rápidas promociones y
ascendió en poco tiempo al sector de mantenimiento de vías. A la edad de 20
años llegó a ser ingeniero de máquinas.
El 7 de noviembre de 1907 era otra más de las jornadas de trabajo en la
mina. Estando en el
café que atendía su madre, decidió aceptarle a ésta el desayuno. Doña Rosa, de
sesenta años de edad era una mujer supersticiosa.
Llegó en pocos
minutos a El Seis (a seis millas de Pilares), donde había almacenes y casas de
trabajadores que mantenían las vías.
Después de una
primera vuelta a la mina, la locomotora alcanzó de nuevo El Seis. Con suerte,
Jesús debía completar dos corridas más. Un mensajero lo aborda para darle una
noticia inesperada: Necesitan suplementos en la mina.
Jesús dejó 50
de sus góndolas en El Seis y descendió a la mina. Como le explicaría el Sr.
Elizondo, cuatro toneladas de dinamita, de la más poderosa, serían llevadas al
almacén de explosivos para colocarse en dos furgones.
Mientras
cargaban el tren fue a su casa, Jesús encontró a su madre más alterada que
antes: – He pensado que ya no volveré a verte jamás, dijo doña Rosa a Jesús.
Ahorita los gallos están cantando y es mediodía.
En el nivel
más bajo de la mina, el cargamento había sido completado. En espera de su
locomotora, Jesús estaba apaciblemente molesto al descubrir que los
trabajadores habían dejado disminuir el fuego, lo cual había ocasionado una perdida
de presión del vapor. Ello provocó la distracción de los ingenieros en otro
error aún más serio: los trabajadores colocaron la dinamita en los dos primeros
carros, enseguida del motor de combustión.
Luego, tan
lento como fue posible, Jesús dio reversa al vehículo y lo colocó fuera de la
mina; el viento del norte empezaba a jugar con los remolinos del humo y del
vapor. Librada del freno, la locomotora trabajaba en contra del viento; las
chispas vivas, emanadas del contenedor, volaron sobre el motor y la cabina,
llegando incluso hasta los dos primeros furgones, cargados con cajas de
dinamita.
Fue un obrero
anónimo, quien fuertemente le gritara a Jesús: “Oye, mira ahí, humo en el
polvo” Francisco Rendón, frenero encargado de dirigir los rieles a Pilares, le
gritaba desesperado que tratara de extinguir el fuego. “¡Frena el tren!” le
gritaba Francisco con la idea de apagar el fuego, pero a esa altura del
trayecto no había agua. Incrementado por el viento que el movimiento del tren
producía, el fuego se expandió.
– “¡Váyanse!, déjenme solo yo estoy corriendo mi suerte.” Dijo también, “¡pídanle al Padre
una misa por mí! Me voy a mi muerte.” José, el frenero, le decía: “déjame el
tren Jesús, tú tienes familia, yo no tengo nada”. Pero Jesús insistió: “No. Yo
soy el ingeniero, sálvate tú”.
Obedeciendo
las órdenes de Jesús, José Romero saltó del tren y rodó hacia la maleza.
Milagrosamente había alrededor una loma en donde se refugió. Cien metros más
adelante el tren divisaba El Seis en un área despejada. John Chilshom de 15
años de edad, estaba parado a los lados de los rieles junto con otros cuatro
trabajadores, esperando ir a Pilares.
Jesús y su
locomotora subieron a través del escarpado. Necesitaban avanzar otros cincuenta
metros para llegar un terreno plano en donde Jesús pudiera así luchar por su
vida. Opuesto a este terreno plano, justo a veinte metros, se observaban ocho
casas improvisadas de trabajadores manuales a los que Jesús gritaba palabras
que no podían entender por el sonido del vapor y del silbato del tren.
Tan enorme fue
la explosión que la locomotora desapareció completamente. Jesús murió al
instante, lanzado por el frente de su cabina. Un estruendo como temblor sacudió
Nacozari y con la onda de expansión, oída a diez millas del pueblo, fue posible
observar a lo lejos, la nube de humo y los destellos metálicos que producían
los materiales y las rocas en el aire, mismos que caerían sobre los techos de
Nacozari.
Por la tarde,
el cielo oscuro y las pesadas nubes limpiaron las llamas de lo que fue el
catastrófico accidente y lavaron de esa forma el pueblo que fuera salvado por
Jesús García. En el hospital, los doctores trabajaron toda la noche con los
heridos; José Romero, por la intensidad del sonido fue afectado mentalmente,
oyendo la tempestad y los relámpagos repetía: – En esta noche hasta el cielo
llora.
La vida de “El
Héroe de Nacozari” fue muy corta; en su honor se levantó un monumento y la
población se llama ahora Nacozari de García; fue declarado Héroe de la
Humanidad por la American Royal Cross of Honor de Washington, una calle de la
ciudad de México lleva su nombre al igual que en gran cantidad de ciudades del
país.
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