Dice un viejo refrán: "ni poco que no
alumbre, ni tanto que queme al Santo"
Lo
que hace más intensa y emocionante la vida, es el sabor agridulce que tiene: los
momentos de gozo y paz que nos regala, así como los retos, tropiezos y laberintos que a veces
nos deparan.
Demasiado
dulce, enferma y hastía; mucha agua, ahoga la plantita; las multitudes
suelen asfixiar; es necesario a veces experimentar desierto y la soledad, regalarnos la
oportunidad de extrañar, para así aprender a valorar, soñar un poco, anhelar.
El
facilismo y la comodidad, atrofian nuestras fuerzas, nos debilitan las
alas a la hora de querer más alto volar. Hay quienes se van al otro extremo, les gusta caminar
sobre espinas, aislarse del mundo, compadecerse de sí mismos, culparse de
todo lo que pasa a su
alrededor, sentirse siempre perseguidos o convertirse en perseguidor.
Por
algo existen el día y la noche, lo blanco y lo negro, lo mucho y lo poco, lo
grande y lo pequeño; para mantener el equilibrio y la diversidad, que todo lo que busques y
necesites, en el mundo lo encontrarás, Dios dejó un toque de su perfección
en cada ser, cosa o criatura
que supo crear.
No
te rindas en el intento, mucho menos en cualquier tropiezo; cada nuevo día trae
consigo otra oportunidad, hay que guardar siempre la esperanza de lo que vendrá; ponerle sabor a
la vida con una pizca de azúcar o de sal, disfrutar de esa sensación
agridulce que nos enseña a reír y llorar, a enojarnos de vez en cuando,
sentir a veces miedo o
soledad; no perder nunca la fe y la paz, que nos mantiene con la mirada en el
cielo, sin los pies de la tierra despegar.
La
vida es un salpicón de emociones, en la cual se nos permite de todo un poco
disfrutar, no nos quedemos estancados, menos cuando sintamos que nada tiene solución, o que
todas nuestras metas las hemos logrado; el pasado no volverá, el futuro
nadie lo tiene garantizado;
lo único seguro es que Dios nos lleva de la mano, de El venimos y hacia El vamos; esa es nuestra
realidad.
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