jueves, 8 de febrero de 2018

LAS CULPAS SIEMPRE SE PAGAN



Hace ya mucho tiempo escuché una leyenda procedente de la ciudad de Zacatlán, Pueblo mágico del estado de Puebla, cuyo nombre significa “lugar donde abunda el zacate”, y al cual se le conoce también con el poético nombre de Zacatlán de las Manzanas, ya nos podemos imaginar el porqué.
Durante la época de la lucha independentista de México, el insurgente Francisco Osorno tomó la ciudad que se encontraba en manos de los españoles y la convirtió en su centro de actividades militares. Osorno había nacido en Chignahuapan el 19 de marzo de 1769, y fue un gran militar que consiguió muchas victorias en la lucha armada contra los colonialistas. Antes de unirse a los insurgentes había sido procesado por ser ladrón de caminos en el estado mencionado de Puebla. Y es de todos sabido que cometió una serie de tropelías antes de convertirse en militar.
Este personaje ha sido objeto de una leyenda popular muy conocida en la región poblana. En Zacatlán existe un templo dedicado a San Francisco, y se dice que en él se aparecía – o se aparece- el fantasma de Osorno. Cuenta la leyenda que cuando sonaba la medianoche dentro del templo se aparecía el fantasma del militar, quien vestido como tal, se arrodillaba ante el altar y gemía y se lamentaba lastimosamente.
Al llegar la madrugada, los gemidos cesaban y el fantasma de Osorno dejaba el templo y se iba caminando por la ciudad de Zacatlán. Al salir se le notaba en la cara el arrepentimiento que llevaba a cuestas. Arrepentimiento por las malas acciones que había cometido en vida.
Muchas fueron las personas que le vieron tanto en el templo como caminando por las calles del poblado. Quien se lo encontraba se llevaba un susto tremendo. Toda la ciudad vivía asustada y temerosa de encontrarle por casualidad.
En cierta ocasión, un centinela que hacía su ronda frente a un cuartel vio pasar una sombra y al momento gritó: – ¡Alto ahí, ¡quién vive! A lo que una siniestra voz le respondió: ¡Soy el brigadier Francisco Osorno, y estoy pagando por mis delitos! El centinela, muy asustado, corrió al cuartel a dar cuenta a sus superiores de la aparición fantasmal. Tanto fue su espanto que pasados siete días murió de puro susto.
Por la ciudad cundió más el pánico, ya nadie quería salir se sus casas y tenían miedo de acudir al templo de San Francisco. Ante esta grave situación, el sacerdote de la iglesia se armó de un crucifijo, velas y agua bendita y, ayudado por el sacristán, recorrió todo el pueblo bendiciéndole, esparciendo el agua bendita y pidiendo al Santo Padre que los protegiera de tan molesto fantasma.
A los pocos días el fantasma ya no volvió. Se había ido a pagar sus culpas a otro sitio. O tal vez ya había sido perdonado por sus fechorías… ¡O tal vez aún sigue gimiendo en el templo de San Francisco! ¡Quién lo sabe!


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