El rebozo, prenda imprescindible de la indumentaria popular campesina e
indígena, cuenta con una larga historia que nos remite al lienzo largo que las
indígenas mesoamericanas solían utilizar para cubrirse el cuerpo y la cabeza de
las inclemencias del sol y del frío. Numerosos cronistas que han dejado
testimonio acerca de la cultura de estos pueblos, nos informan acerca de dicha
prenda.
Por ejemplo, don Antonio de Ciudad Real, cronista castellano que arribó
a México en las postrimerías del siglo XVI, nos dice: El vestido de las
indias es una toca larga, blanca, con que cubren la cabeza, la cual les sirve
de manto, unas las traen más largas que otras, pero ninguna llega hasta el
suelo. Acerca de las mujeres purépecha nos informa: las indias visten como las
mexicanas, aunque difieren en algo porque traen una toca pequeña de red sobre
la cabeza, y sobre esta toca desde el cuello y hombros hasta abajo, una manta blanca
o pintada, que le sirve lo que los mantos a las españolas.
Este tipo de manto tal cual lo describe el
cronista, aún se sigue utilizando en algunas comunidades indígenas de Puebla,
Chiapas y Oaxaca, lugares en el que se le conoce con el nombre de sabanitas,
tapaderas, mamales y paños de sol. Sin embargo, todas estas prendas carecen de
rapacejo; es decir, de los flecos finales entretejidos, que es una de las
características fundamentales que definen al rebozo como tal, y que,
indudablemente, proviene de los flecos de la toca española y de los famosos
mantones de Manila.
Para algunos investigadores del arte textil, el
rebozo es una derivación de una o dos tiras de las seis que usualmente
conforman el tradicional huipil, y que en algún momento dado las indígenas
utilizaron como tapado. Esta teoría no se contrapone con la anterior, sino que
tan solo nos explica el origen de aquel lienzo citado por los cronistas. Sea
cual fuere el origen, lo cierto es que el rebozo de un solo lienzo y rapacejo
bellamente trabajado, muy pronto se convirtió en una prenda netamente criolla,
en la cual se amalgamaron tradiciones indígenas, españolas y, a no dudarlo,
orientales.
Así pues, el rebozo fue el resultado de un
sincretismo entre las tocas de algodón indígena elaboradas en telar de cintura,
las fibras introducidas por los españoles, como la lana y la seda, y los
rapacejos de tradición oriental. La creación del rebozo por parte de las
mujeres mestizas e indígenas se debió, en gran medida, a la parca condición
económica de estas mujeres que les impedía adquirir mantos de anacoste (lana),
tocas de camino con rapacejo o mantos de raso y tafetán, dado el alto costo que
sólo podían solventar las mujeres españolas.
Las influencias culturas que recibió el rebozo con
el tiempo se fueron ampliando, ya que la comunicación española con Oriente dio
lugar a un fuerte comercio del que no fue ajeno México, pues a través de la Nao
de China que llegaba cargada de mercancías orientales a Acapulco, para luego
distribuirse en las principales ciudades de la Nueva España, llegaron hasta
territorio mexicano prendas tales como el sari hindú y el xal persa, que
contribuyeron a que el rebozo llegara a ser los que es actualmente. Hacia la
segunda mitad del siglo XVI, el rebozo adquirió mayor realce y se convirtió en
la prenda por excelencia de mestizas, mulatas y negras, mujeres que pusieron
todo su empeño de usarlo y, algunas en elaborar hermosos rebozos.
En el siglo XVII, ya se producían rebozos en
Sultepec, en el actual Estado de México, pueblo otomí famoso por sus rebozos
azules con listas blancas. De esta época podemos hablar de los rebozos de seda
y oro, azules y coaplaxtles (teñidos con Usnea Florida o Subflorida), de tela
anteada con flecos de oro, y de rebozos de tela verde con flecos de plata, para
no citar sino algunos cuyos precios oscilaban entre 9 y 47 pesos; es decir, no
asequibles a todos los bolsillos.
Un siglo después, se hablaba de rebozos finos y
superfinos, y de los labrados. Famosos también eran los chapanecos, los
petatillos, los salomónicos, los rebozos de la sierra de sandía, de tela de
oro, los poblanos, los columbinos, los cuatreados y los de nácar, especialmente
bellos. Desgraciadamente, no podemos determinar con exactitud cómo eran cada
unos de ellos, aunque sí podemos afirmar que eran empleados por casi todas las
mujeres novo hispanas: monjas, mujeres humildes y señoras de alcurnia y de
posibilidades económicas, quienes usaban el rebozo para cualquier ocasión y en
diversas formas: en el cabeza, terciado, atado alrededor del cuerpo y embozado;
o sea, la forma de ponerse el rebozo iba, como ahora, de acuerdo a la
imaginación de la dueña. En este siglo XVII se producían rebozos chicos y
grandes. Los primeros medían dos varas (una vara equivale a 85.3 centímetros) y
media por una de ancho; mientras que los grandes tenían tres varas de largo por
una de ancho. La producción de rebozos no era arbitraria, pues estaba regulada
por las Ordenanzas del virrey marqués de Branciforte, en cuanto a la mezcla de
materiales, la hechura y las medidas. A más, cada rebozo debía llevar un sello
que a un lado ostentara las armas de la Ciudad de México, y en su reverso la
constancia de su calidad, ya fuese fino a corriente.
El siglo XVIII se destacó porque los rebozos
comenzaron a bordarse. Los bordados representaban verdaderas escenas de la vida
cotidiana, como es el caso de un rebozo en el cual se bordó una escena del
Paseo de la Alameda de la ciudad de México, acompañado de cornucopias llenas de
flores y pájaros. Algunos de los bordados de esta época se realizaron en seda
de China, o con aquélla que llegaba de la Mixteca teñida con caracol púrpura,
grana obtenida de la cochinilla, y otros colorantes naturales.
En el siglo XIX adquirieron fama los rebozos de
Sultepec y de Temascaltepec, tejidos en telar de otate y profusamente bordados,
que hacían el deleite de las mujeres para quienes el rebozo había llegado a
constituir una imprescindible vestimenta en su cotidiano arreglo. Pero el gusto
no duró mucho, pues a raíz de la revolución de principios del siglo XX, la
producción fue poco a poco disminuyendo a tal grado que tuvieron que importarse
del país vecino; es decir, de los Estados Unidos. También se importaron de
otros países como fue el caso de los rebozos de seda de rancia o los del Japón,
España y Guatemala. Afortunadamente, esta situación cambió gracias al fomento
de la manufactura del rebozo que llevó al cabo don Daniel Rubín de la Borbolla,
quien impulsó nuevamente, la producción en Santa María del Río, San Luís Potosí
y Tenancingo.