Hace muchos años, allá por
el lejano siglo XVII, en la zona de Valle de Bravo, en el Estado de México,
había dos pueblos de indios que se encontraban en continuo pleito.
La causa del los conflictos
se debía a límites territoriales. Un grupo pertenecía al pueblo de La Peña, y
el otro a Ahuacatlan.
En cierta ocasión llegó a la
Hacienda de San Gaspar un arriero, quien les ofreció en venta a los jornaleros
de La Peña que laboraban ahí, una imagen de Jesucristo de tres que estaba
vendiendo.
Era un hermoso Cristo blanco
como la nieve, de tamaño casi natural y muy bien esculpido. Se trataba de una
imagen muy bella.
Pero a los trabajadores no
les interesó en lo más mínimo la escultura. Sin embargo, el arriero dijo que se
los dejaba para que lo admiraran y pensaran en comprarlo, y que regresaría al
siguiente día. Pero el hombre nunca volvió.
Con el tiempo los indios se
acostumbraron al Cristo y empezaron a venerarlo.
Tanto les gusto que le
pidieron al dueño de la hacienda que les concediese un día al año para
festejarlo con danzas, música, pulque y comida.
Pero cada año la fiesta
dedicada al Cristo se volvía una revolución, pues el alcohol volvía locos a los
indios y se tornaban muy irrespetuosos con los patrones.
Entonces, el dueño de la
Hacienda de San Gaspar les anunció a los creyentes que podían seguir venerando
al Cristo, con la condición de que edificaran una ermita que estuviera lejos de
la hacienda, para no oír y sufrir tanto alboroto.
Los indios edificaron una
iglesia de carrizo y zacate, y allí llevaron la imagen del Cristo.
Un día 3 de mayo, cuando se
encontraban en la ermita celebrando la fiesta de la Santa Cruz, los de
Ahuacatlan les cayeron encima y los atacaron.
Se formó una batalla
espantosa, todos estaban borrachos y no sabían ni lo que hacían.
De repente, la ermita empezó
a arder y se quemó completamente. Al Cristo no le pasó nada, pero quedó
completamente negro.
Espantados, los indígenas
llamaron a un misionero para que les explicara lo que había pasado, el fraile,
muy en su papel, les explicó que el hecho había sido una advertencia de Dios
que estaba cansado de tanta borrachera y tanto pleito entre los dos bandos, que
les pedía que cesaran los conflictos y que era necesario de que en el Valle de
Temascaltepec reinara la paz y la armonía.
Asustados, los belicosos
llevaron al Cristo a la Capilla de El Calvario, que había sido construida por
los frailes de Ahuacatlán y dedicada a la Asunción de la Virgen María, para que
ahí se quedase el Cristo Negro Señor de Santa María.