"Usted recordará al finado
Antonio Martínez, entre él y yo existía una íntima amistad, la que nos hacía
tratar como si fuéramos hermanos. Un día que iba para mi labor, lo encontré
sentado en un recodo del camino en actitud pensativa. Al verme se levantó, y
después de saludarme, me enseñó unos papeles, diciéndome: —mira Enrique, hace
unos días encontré en un viejo arcón de la casa estos documentos que hablan de
la existencia de un tesoro. ¿Quieres ir conmigo a buscarlo? En nadie tengo
confianza sino en ti, no vayas a decirme que no, para que te convenzas lee
estos papeles y ya verás que si la suerte nos favorece, seremos muy ricos.—
Tomé los mencionados papeles, y más por curiosidad que por codicia, los leí
desde luego, pues era poco lo escrito, y le ofrecí que iba a pensar en el caso
y le resolvería después. Nos despedimos, yéndonos cada uno para su trabajo.
Dos días más tarde nos encontramos
nuevamente en el comercio de don Teodoro, allí, mientras tomábamos una copa,
Antonio recordó el asunto de si íbamos o no en busca de lo que hablaban los
papeles. A mí, riendo, se me ocurrió comentarle a Don Teodoro que a mi amigo se
le había metido en la cabeza la idea de que era cierto lo del Tesoro
de la Cueva del Manzano, tan sólo porque se encontró con unos
papeles que hablaban del sitio, en que dicen, se encuentra la cueva. Antonio
recibió mal lo que había dicho, confirmándolo el hecho de que Don Teodoro
insistente le rogaba le enseñara los papeles, ofreciéndole acompañarlo, pero se
negó rotundamente y hasta de mal humor.
Ya en la calle mi amigo, aún molesto,
me dijo: —no seas indiscreto, dime, quieres ir o no, piensa que se trata de
mucho dinero y que esto no debemos saberlo más que tú y yo, pues hay gente que
sería capaz de asesinarnos por esos documentos.— Para enmendar la falta que
había cometido y para que Antonio quedara contento, me comprometí, en mala
hora, a ir con él cuando quisiera, quedando convenidos en esos momentos en que
tres días después emprenderíamos la marcha, en busca de aquel maldito tesoro.
Y así fue, un jueves muy de mañana
salimos del pueblo rumbo a la montaña, caminamos todo el día hasta que las
primeras sombras de la noche nos sorprendieron a lado poniente del volcán de
Toluca, viéndonos obligados a improvisar un pequeño campamento entre las rocas.
Al día siguiente comenzamos los primeros trabajos de busca, Antonio con mucho
entusiasmo, yo, aunque dudoso, con toda buena voluntad hacía lo que él me
indicaba.
Cuatro días duramos yendo de un lado
para el otro, ya en el fondo de las barrancas, ya en la cima de los cerros, en
busca de las señales que debían conducirnos a la puerta de la cueva. Y
efectivamente, encontramos algunos de los parajes y señas que indicaban los
papeles, lo que sirvió para robustecer la creencia en mi amigo y para
desvanecer un tanto mis dudas. Al tercer día, después de una buena fatiga, con
las ropas desgarradas, muertos de cansancio, nos instalamos en la orilla de
aquel profundo barranco del que no quisiera ni acordarme.
Prendimos una hoguera y después de
tomar algún alimento, comenzamos a platicar sobre las posibilidades que ya
teníamos para llegar a la cueva. Viendo Antonio
que el fuego se extinguía, tomó el cuchillo de monte y se dirigió a un sitio
lejano en busca de leña seca. ¡Fue la última vez que nos vimos! ¡Ay, señor,
cómo me duele el alma al recordarlo...! ¡Más valía que a mí también me hubieran
matado...! ¡No cabe duda que aquel tesoro está maldito...!
Diez minutos habrían transcurrido de
que Antonio se había alejado, perdiéndose entre las sombras, cuando de
imprevisto escuché un grito de angustia, como si alguno solicitara socorro,
volviendo a quedar después todo en silencio. Lentamente me puse en pie y sin
pensar en el peligro, casi corriendo fui en la dirección en que me pareció
había venido aquel grito, que aún me parece escuchar.
Al detenerme en un sitio rodeado de
árboles donde estaba más oscuro, agitado, escudriñando con la mirada a mi
alrededor, todas las fuerzas de mis pulmones grité: ¡Antonio... Antonio...!
¿Dónde estás...? El eco de mi llamado no se perdía cuando en mi cuello sentí la
presión de dos manos, quise luchar pero fue en vano, una voz me decía: los
papeles... los papeles... ¿dónde los tienes? ¡Dámelos! Después... un vacío...
una montaña cayendo sobre mi cabeza... ¡La muerte!
Cuando desperté de aquel espantoso
letargo, estaba yo en la cama de un hospital. Habían pasado muchos días. Otro
de los heridos, que estaba a mi lado, me explicó que según él había oído, fui
encontrado en el fondo de una barranca con una horrible herida en la cabeza, y
que el doctor al hacerme la primera curación había dicho que pronto moriría, y
que si por milagro llegaba a vivir, podía quedar idiota.
Ni lo uno ni lo otro pasó, mi fuerte
constitución hizo que, aunque lentamente, al transcurso de dos meses recobrara
yo mis facultades y mis movimientos. Una mañana que estaba yo tomando el sol en
el pequeño patio, se presentó el personal del Juzgado haciéndome saber que
tenía que rendir mi declaración. Se me dijo que debía decir la verdad y después
de haberlo ofrecido así, me indicaron que explicara yo lo que había pasado.
Así lo hice, relatando todo lo
anterior, hasta el instante en que aquellas manos de un desconocido me
arrojaron al abismo, sin saber más. Entonces, el señor juez, dirigiéndome una
penetrante mirada, me preguntó: ¿Quién fue pues el que mató a Antonio Martínez,
su compañero y amigo? Un rayo que hubiera caído a mis pies no me hubiera
producido aquel efecto.
¿Antonio, muerto, Antonio, mi hermano?
Fue lo único que pude exclamar. Sí, repuso el señor Juez, confiese usted la
verdad, no engañe a la justicia, su negativa puede perjudicarlo más.
Señor Juez, contesté, lo que le he
dicho a usted es la verdad, se lo juro que no sabía sino hasta estos momentos
que Antonio ha muerto, y por lo tanto, no sé quien pudo haberlo matado.
Es decir, repuso el Juez, que niega
usted haber sido quien lo asesinó. Sí, respondí, en forma categórica. Lo niego,
soy inocente de esa muerte. Está bien, sabe usted firmar, hágalo aquí.
Estampé mi firma donde me dijeron, y
antes de retirarse, el Juez me indicó: lo que le conviene es confesar todo, de
una buena vez, para que su pena sea menor.
Largo rato después comencé a coordinar
mis ideas, preguntándome a solas: ¿por qué me han ocultado la muerte de mi
amigo? ¿Quién lo mató? Luego aquel grito de angustia que oí, en esa noche en el
monte, era de él. .. no me cabía ya duda... ¡Ah! Qué desgracia la mía, y la
propia justicia se fijaba en mí como el asesino de mi amigo, de mi hermano de
corazón... ¡Maldición!
Comprendiendo mi situación, en vano
buscaba en mi mente la forma de desvanecer aquel cargo y de justificar mi
inocencia. ¡Tarea inútil! Al ser dado de alta en el hospital ingresé a la
cárcel como un asesino, como un criminal odioso. Tantas veces me llamaron a declarar,
tantas negué terminantemente el delito que se me imputaba, pero las pruebas que
había en mi contra eran terribles: el cuchillo con que se había cometido el
crimen era el mío, en la cacha tenía mis iniciales; el día de la salida, los
dos solos lo habíamos hecho; se trataba de ir en busca de un tesoro,
pero los documentos que según confesión mía yo llevaba habían desaparecido, en
una palabra, todo estaba en mi contra.
La ambición, manifestaba el señor
juez, era la que me había hecho cometer el crimen, mi amigo debía haberse
defendido de la agresión que yo le hacía y al recibir las puñaladas en las
convulsiones de la muerte, se había agarrado a mi cuerpo, y habíamos rodado
juntos al fondo de la barranca, y la prueba de ello era que, como a unos dos metros
de donde me levantaron estaba su cadáver, y muy cerca de mí, el cuchillo fatal.
Yo no podía señalar a nadie como autor
más que a aquellas dos manos malditas y la voz ronca de aquel desconocido,
verídica defensa que fue tomada como una coartada de mi parte para evitar el
castigo. Fui sentenciado con aquellas pruebas circunstanciales a quince años de
prisión... ¡quince años! Si en verdad hubiera cometido el delito, mi misma
culpa me hubiera resignado a cumplir la sentencia injusta de mi juez. .. ¡Quince
años de sufrimientos... de lágrimas... pesando sobre mi cabeza el calificativo
de asesino...!
En mis momentos de calma pensaba en
todo lo ocurrido y sobre quién podía haber sido el criminal despiadado en cuyo
lugar yo sufría; no encontrando solución para ese enigma, llegué hasta a
imaginarme que el alma de alguno de los que habían escondido el tesoro era la
causante de aquello, para ejemplo de los que quisieran intentar una nueva
aventura.
Finalizaba
el año de 1911. Hasta la cárcel llegaban los rumores de que la revolución había
tomado incremento en algunos lugares. La vigilancia fue redoblada por temor a
la fuga de los reclusos, las consideraciones que teníamos algunos nos fueron
retiradas.
Una noche del mes de diciembre fue
sacada toda la prisión, y amarrados en parejas codo con codo, nos condujeron
hasta la cárcel de Toluca. Al día siguiente, con otros muchos, fuimos llevados
a México. El Cuartel de la Canoa fue nuestro destino provisional, pues en poco
tiempo nos incorporaron a diversos cuerpos que desde luego salieron para la
campaña del Norte. Cuatro años de sobresaltos, en los que la muerte me arrebató
a muchos compañeros...
De mi imaginación no se borrarán jamás
aquellas escenas de horror: ...puentes destruidos por el incendio y la
dinamita... trenes volados... gritos de desesperación y angustia de cientos de
heridos... blasfemias... el estampido de los cañones, dominando el fuego de la
fusilería... caballos sin jinetes, corriendo desbocados en los campos de
batalla... lamentos... montones de cadáveres que eran quemados después de los
combates, y que se retorcían espontáneamente al ser presa de las llamas... ¡la
desolación... el terror... la muerte en todas sus manifestaciones...!
En el último combate en que me
encontré, habíamos peleado tres días con sus tres noches, un oportuno refuerzo
nos hizo alcanzar la victoria, ordenándose la persecución de los restos del
enemigo.
Y allá fuimos, por aquellas llanuras,
encontrando muertos, heridos y haciendo prisioneros, hasta que llegamos a un
poblado donde hizo alto nuestra columna. Al permitirse descanso, me separé de
mis compañeros y me dirigí a la orilla del pueblo donde un extraño impulso hizo
encaminara mis pasos hasta las ruinas de una casa, recibiendo allí una sorpresa
al ver la figura de un hombre que se encontraba escondido entre la maleza, en
uno de los rincones. Avancé con el arma preparada y al estar cerca de él,
grande fue mi sorpresa al reconocer en aquel individuo nada menos que a Don
Teodoro, antiguo conocido de mi pueblo. ¡Usted aquí, Don Teodoro! ¿Pero qué
anda haciendo por estos sitios? ¿Qué le pasa?
-Párese, no tenga miedo- le indiqué.
Yo soy Enrique, ¿no se acuerda usted de mí?
-Sí, me contestó, bien te conozco, has
llegado a tiempo. .. puedo morir tranquilo.
-Pero quién habla de morir, Don Teodoro,
le contesté.
-Yo, Enrique, acércate, no puedo
levantarme, tengo dos heridas por las que se me está escapando la vida. .. y
llegas a tiempo...
- Llamaré a unos camilleros de los que
vienen con nosotros, para que lo lleven y lo curen, tal vez pueda salvarse.
- Todo es inútil Enrique, ¡Dios así lo
ha dispuesto!. ..Sólo te pido que escuches la súplica del que fue el autor de
toda tu desgracia... ¡óyelo! Yo fui el que cegado por ambición, y después de
haberme dado cuenta por la plática que tuvieron en mi comercio, los anduve
espiando desde ese momento, a ti y a Antonio, siguiendo todos sus pasos hasta
cuando se fueron al monte. Yo estuve muy cerca de usted aquella noche que
estaban próximos a encontrar la entrada, aquel momento en que Antonio fue a
buscar leña lo maté arrojándolo al barranco, yo fui el que después te esperé y
atacándote de improviso, apreté tu cuello, y te robé los documentos de Antonio
y después... te arrojé al fondo del barranco, donde antes lo había yo arrojado
a él... yo fui el que hizo todo... perdóname... perdóname...
Como atontado escuché aquella
espantosa revelación, y preso de venganza preparé mi carabina para acabar de
matarlo. Su vida se extinguió... Mi impresión fue tan grande, que ante el
cadáver de ese hombre vil, todo mi pasado lleno de ignominia y de dolor revivió
en mi cerebro y parece mentira... lloré... lloré y aquellas lágrimas me
salvaron y salvaron el alma de aquel desgraciado... Lo perdoné... lo perdoné de
todo corazón... Ojalá mi perdón le haya servido de abono ante el Juez Supremo!
Junto al cuerpo de Don Teodoro estaba
una maleta, la abrí encontrando prendas de ropa, una cartera conteniendo
trescientos pesos en billetes de banco, los documentos de Antonio que fueron la
causa directa de aquel drama en que fuimos tres las víctimas en diversa forma.
Ya sin rencor, obtuve el permiso de mis superiores para darle cristiana
sepultura al cadáver del que había sido motivo de mi desgracia personal, y
posteriormente mi enemigo en combate...
Poco tiempo después la Revolución
triunfó, me concedieron mi baja y al llegar a mi pueblo busqué a los familiares
de Don Teodoro, como ya ninguno vivía allí ni sabían dónde estaban, fui a la
cabecera del distrito a repartir entre los presos de la cárcel donde estuve
aquellos dineros que no me pertenecían... ¡Se sufre tanto en una prisión!
Y ahora estoy tranquilo, mis penas
morales me han agotado, comprendo que ya muy poco tiempo he de vivir más estoy
contento porque siquiera moriré en mi tierra... ¿Qué me importa cómo me
juzguen...? ¡Dios es testigo de que no soy ningún asesino, como se me juzgó!
Para terminar y como demostración del
aprecio que le tengo, voy a regalarle a usted esos papeles que conservo.
Tómelos y léalos como un pasatiempo, pero le ruego que no vaya a ilusionarse y
a intentar ir a buscar nada, porque ese tesoro, si es que existe, está
maldito..."
Agradecido por el obsequio, e
impresionado por aquella verídica historia, me despedí de Don Enrique, quien
hace dos meses murió. Pensando que es de justicia vindicar su memoria, lo hago
publicando todo lo que él me refirió, así como el contenido de los documentos o
relaciones que se refieren al tesoro.
"Se buscará por el camino de Coatepec
de las Harinas arrastradero, el que se debe tomar con dirección a "Peña
Blanca" y de allí al "Paso Ancho" siguiendo la dirección misma,
hasta la Calzada de "San Gaspar", y se sigue caminando frontero al
"Cerro Cuate", y de allí se quebrará sobre la izquierda, a pasar por
arriba de un salto grande, que se encontrará en la "Barranca de la
Sepultura" y estando en dicho sitio, se verá al poniente un cerro alto,
escampado de árboles. Dicho cerro tiene tres cañadas, en una de ellas se
buscará un ojo de agua, que sale de en medio, siguiendo hasta un subterráneo
cuya entrada está cubierta y muy bien oculta por grandes hierbas, entrando se
hallará una pieza grande, que servía de caballeriza, y de allí por el lado que
sale el Sol, se encontrará una especie de túnel, pero muy oscuro y como de
quince varas de largo, que conduce a otro subterráneo entre peñas y tepetates,
en el cual al entrar se oye un fuerte ruido que causará temor. En uno de los
rincones se verán varias lajas amontonadas, al quitarlas quedará la entrada de
la Cueva Grande,
donde hay un gran tesoro, en barras de
oro y plata, moneda sellada y otros muebles de mucho precio.
El que llegare por suerte a dar con
este tesoro, es suyo, y sólo se le ruega que haga buen uso de él, con los
pobres y con la Iglesia. A los veintisiete días del mes de marzo del año de mil
ochocientos cuarenta y cuatro.- Francisco Plata.- "Rúbrica".
"Cumpliendo con los deberes de
cristiano, hago esta declaración en el nombre de Dios Todopoderoso, que me
redimió con su preciosísima sangre. Saliendo de Coatepec de las Harinas,
siguiendo el camino que va para la Sierra hasta encontrar el que va para
"Ameyalco" se pasan tres lomitas, a la mitad de la primera hay un
oyamel descascarado, la segunda es una lomita quebrada y la última tiene unas
peñitas que miran para donde sale el Sol. De allí se sigue el rumbo de una joya
grande, que agua en medio corrediza, la que sigue hasta un cerrito redondo que
tiene muchos árboles, y se busca una encina que tiene dos brazos, uno que mira
para el rumbo del veladero y otro para el Real de Zacualpan, y en cuyo árbol al
pie tiene una herradura clavada.
De allí se cuentan veinte pasos y se
va en derecho, siguiendo una agüita para abajo, que sale del Cerro del Manzano
y que va a dar a un salto chico, y andando cincuenta pasos rumbo a Toluca se
encuentra la puerta de una cueva, la mitad tapada con mucha hierba y la otra
mitad, por donde entra el río, se sigue hasta llegar a un subterráneo que se
pasa para entrar a otro, y en el último, en un rincón, tapada con argamasa está
una puerta. Quitada la argamasa se encontrará una pieza grande, donde está un
altar con dos Santos Cristos de oro macizo, y unas custodias con resplandores
de muchos brillantes. Al pie del altar hay mucho dinero amontonado en barras de
oro y plata, así como moneda sellada, en los rincones hay armas y monturas y
sobre unos grandes troncos secos, hay bultos hasta como un ciento de géneros de
seda y de loza, de la que llegaba por Acapulco. Por el amor de Dios, que todo
lo de la Iglesia se entregue a la misma, y lo demás que hay en la cueva sea
repartido entre los pobres. Lo que digo en el año cuarenta y cinco.- Bartolomé
Falcón.- "Rúbrica".
Hay que hacer constar que estas o
parecidas relaciones fueron las que indujeron al llamado Emperador Maximiliano
de Austria, allá por los años de 1865 a 1866, a enviar un fuerte destacamento
al mando de un coronel Segura, con el fin de buscar dicho tesoro, durando dicha
expedición tres meses y sin encontrar nada. Más tarde, durante el gobierno del
General Vicente Villada, una señora de apellido López obtuvo un apoyo de dicho
gobierno, habiéndole facilitado tropa para buscar la cueva misteriosa del "Cerro
del Manzano". Durante varios años se han organizado buscas
por particulares de los pueblos y aún de México, sin que hasta la fecha se sepa
que hayan encontrado el lugar preciso donde está la "Cueva del Cerro del
Manzano", esperando con sus tesoros al afortunado nuevo Edmundo Dantés,
Conde de Montecristo, que con su valor y constancia consiga arrancárselos.