miércoles, 4 de marzo de 2015

ZAMNÁ, EL HOMBRE-DIOS



El hombre-dios Zamná, sacerdote de los chanes de Bacalar, de los itzáes, “los brujos del agua”, que emigraron a Yucatán en el siglo IV desde el Noh Petén, la Gran Isla, fundó la maravillosa ciudad ceremonial de Chichén Itzá, alrededor del año 525. Así pues, Lakin Chan, el Sacerdote Chan llegó desde el oriente.

Zamná fue un gobernador anciano y casto, un Ah Itzaés. Al llegar a Yucatán se dio cuenta de lo prodigioso de la región y de las bondades que dispensaba la tierra por su fertilidad.

Diose también por enterado de que los montes y las selvas estaban pletóricos de hermosos animales, y ante tanta abundancia decidió sentar sus lares en Yucatán. Entonces pronunció palabras sentenciosas con las que advertía que tres veces los itzáes serían vencidos, como ya lo habían sido por los Señores de Xibalbá, el Inframundo.

Nuevamente serían vencidos por seres crueles, astutos y avaros, pero que, a pesar de todo, prevalecería la constancia de los itzáes asentados en la nueva región.

Zamná empezó a nombrar las cosas por su nombre para tomar posesión de ellas: al faisán lo llamó faisán, al conejo, conejo, a y a la paloma dióle el nombre que lleva.

Después, ordenó a los Vientos: gritó hacia el Este y surgió el Viento de la Lluvia; gritó hacia el Oeste, y apareció el Viento de la Ruina; se dirigió hacia el Sur y se creó el Viento del Hambre; finalmente, de cara al Norte, dio un grito y apareció el Viento de la Revelación.

Así, los hombres conocieron a los vientos, a los que amaron y temieron. A continuación, puso nombre a las poblaciones, nombres de los oficios.

Después, vio las flores y los frutos, que además de comerse tenían funciones terapéuticas, pero los hombres no lo sabían. Pidió que le llevasen muchos enfermos y frutas y flores, una por cada especie; y dijo a los enfermos que tomasen lo que creyeran que les aliviaría.

Poco tiempo después los enfermos empezaron a sanar.

Cuando el dios oyó el mar, mandó a los más jóvenes a que fuesen a traerle lo que encontraran en él.

Cuando regresaron traían sal, que les fue entregada a los ancianos para que la repartieran; traían peces que se dieron a las mujeres; y traían perlas para que las muchachas se adornasen.

Zamná, debajo de un roble, se dio a la tarea de crear los estratos sociales: los guerreros, los artífices y los profetas.

Prosiguió el hombre-dios sus enseñanzas y dio a conocer a los hombres el valor de los sacrificios y de las ofrendas a los dioses, para obtener su ayuda y beneficio, y para que se convirtieran en hombres de bien.

Creyó el dios que era necesario que los hombres de fe fundaran ciudades: En el Oriente surgió Chichén Itzá, en el Poniente T-Ho, al Sur apareció Copán, el “lugar hollado”, se fundó la ciudad oculta en el Norte.

Pero se hacía imprescindible erigir templos, la Pirámide Mayor se situó en el Oriente, en el Poniente la Pirámide de Kab-Ul, en el camino norteño surgió la Pirámide de Kinich-Kakmo que nadie visitaba y producía terror.

En el Sur, se asentó la Pirámide de Pap-Hol-Chac. Todo estaba en calma, dioses y hombres vivían en armonía.

Pasado un tiempo, una voz se escuchó en la pirámide situada en el Poniente, un viento terrible apareció que parecía querer terminar con la naturaleza y los hombres.

En el cielo se encendieron luces como hogueras, y hombres extraños aparecieron y tomaron por la fuerza los poblados de los pacíficos itzáes.

Un hombre alto y fuerte los comandaba, la cara blanca, la barba blanca, vestido de una capa de piel con plumas.

Se llamaba Kukulcán. Y en la plaza de Chichén Itzá se enfrentó con Zamná e intercambiaron palabras. Al otro día, volvieron a reunirse.

Zamná llevaba a un joven virgen, hermoso y desnudo, y dijo a su adversario que era la representación de la fuerza de los itzáes.

Al día siguiente, Zamná con una piedra rota señaló el camino de la entrada de los itzáes; otro día, el dios mostró el camino sin fin de los itzáes.

Cuando volvió a amanecer, Kukulcán acudió a la reunión pero no encontró nada, todo había desaparecido, todo era un desierto.

Kukulcán trató de apaciguar a los dioses con sacrificios humanos; los cenotes se llenaron de sangre, los hombres quisieron huir pero los caminos ya no existían, solamente se veía el rostro de Zanmá sobre, dentro, y debajo de todas las piedras.

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