viernes, 5 de agosto de 2016

JESÚS EL NAZARENO



En el altar de la iglesia del Convento de las Capuchinas, se encontraba una imagen de Jesús el Nazareno.
Era una bellísima imagen elaborada en Guatemala, que, originalmente, estaba destinada para ser venerada en la capilla de la casa de los condes de Santiago Calimaya, situada en la hoy Avenida Pino Suárez número 30.
Después de permanecer en la capilla por un tiempo, uno de los condes obsequió la escultura al convento. Se trataba de una majestuosa imagen del Ecce Homo sangrienta y doliente como pocas, los fieles temblaban de dolor y pena al verla, tal era su realismo.
Los ojos del Nazareno, hechos de vidrio,  expresaban una triste mirada plena de humildad y dolor, eran el rasgo sobresaliente de la escultura.
La doliente imagen salía en procesión todos los viernes santos y recorría las calles de la ciudad, seguida de penitentes que se flagelaban las espaldas hasta desfigurarlas y hacerlas sangrar.
El Nazareno era el patrón de la Cofradía, y cada año le celebraban efectuando un novenario. Para tal ocasión, en el presbiterio (espacio en torno al altar mayor) de la iglesia de las capuchinas se levantaba un altar especial, en el que se remplazaban las sencillas potencias de plata del Nazareno, por otras elaboradas en oro, con los rayos cubiertos de esmeraldas, rubíes y diamantes, y con las bases adornadas con una gran amatista y perlas.
Las potencias eran hermosas, valiosas, y sumamente costosas. Las telas que engalanaban el altar estaban bordadas por las manos de las diestras monjas con hilos de oro. Había candeleros de plata maciza, tallados por artistas indígenas y mestizos que eran un primor; en ellas se colocaban velas escamadas que las pacientes monjas formaban para el efecto. No faltaban las flores en jarrones de fina porcelana china.
Una tranquila tarde en que el silencio cubría el convento y las monjas dormían la siesta, la iglesia se encontraba cerrada.
Domitilo Alderete, el sacristán, no dormía; aprovechaba el tiempo y el sosiego para arreglar los pliegues de una cortina de damasco carmesí que se resistía a sus acomodos estéticos.
Domitilo había sido un artista de la acrobacia, pero desgraciadamente un mal día había sufrido un cruel accidente que lo alejó por completo de su peligrosa profesión, pero conservaba su agilidad y su fuerza. No le quedó otro remedio que volverse sacristán, decisión de la que no se arrepentía.
Absorto en el arreglo de la cortina, Domitilo Alderete escuchó de pronto que de la puerta que daba acceso a la iglesia llegaban unos ruidos como si alguien quisiera forzarla por medio de una ganzúa.
Al poco rato, un hombre penetró al interior con mucho sigilo para no hacer ruido. Al verlo, Domitilo se escondió detrás de la cortina y vio al hombre que de puntitas se acercaba al altar del Nazareno. Subió hasta donde se encontraba la imagen y le arrancó de la cabeza una de las suntuosas potencias, que guardó en un saco que traía para tal efecto.
El ladronzuelo ya se aprestaba a quitarle las otras dos potencias al Nazareno cuando el sacristán tomó uno de los jarrones del altar y le dio tremendo golpe en la cabeza, quien cayó al suelo medio atarantado; con esfuerzo consiguió abrir los ojos y su mirada chocó con la doliente y acuosa del Cristo, cuyos ojos parecía que acaban de llorar de tristeza y desencanto.
Al sentir la mirada, el caco lanzó un grito desgarrador, su cuerpo empezó a temblar como el azogue, un frío mortal le recorría las venas del cuerpo, su expresión acusaba miedo y hasta terror pánico. Su rostro mostraba la palidez de los muertos y sus ojos parecían los de un demente.
El criminal tenía por nombre Teodosio Liñán, desde muy temprana edad se había dedicado al robo y a la estafa, era vicioso y cruel, y la edad le había hecho refinar sus malas artes.
Era un delincuente de la peor especie, que vivía en el pecado del vicio y la lujuria.
Al ver en el suelo al hombre, el sacristán levantó a Teodosio en brazos y se dirigió hacia el Palacio Virreinal. Cuando llegó, a todos los alcaldes del virrey les comunicó que el hombre que llevaba era un ladrón sacrílego que había querido desvalijar al santo Nazareno.
Teodosio, por su parte, no escuchaba nada de lo que se decía, se limitaba a decir cosas incoherentes que nadie entendía sin dejar de temblar. Fue enviado a la Cárcel de la Corte.
El preso gritaba furioso y sudaba de miedo ante las cosas terribles que sólo él podía ver y oír y que le perseguían causándole tal terror. Las autoridades se dieron cuenta que Teodosio había perdido la razón y decidieron trasladarlo al Hospital de San Hipólito, que en aquel entonces albergaba a la gente pobre que se volvía loca de atar.
Teodosio se quedaba sentado en una esquina de la gran sala del hospital, muerto de miedo y con las manos en los ojos tratando, en vano, de librarse de la mirada acusadora del Nazareno que lo perseguía sin tregua.
Los sudores de miedo y los temblores de pánico no le dejaban vivir, su vida era un calvario. Entre las incoherencias que pronunciaba había frases que los guardianes entendían.
Teodosio decía: –¡Él me dio una bofetada aquí!- Y se llevaba la mano a una de sus mejillas. El tiempo pasó; muchos años habían transcurrido desde aquel sacrílego intento de robar el altar del Nazareno.
Teodosio seguía igual, si no es que peor, siempre viendo la mirada acusadora de aquellos ojos inmóviles, que a veces lloraban de tristeza. El ladronzuelo ya nunca más recobró la razón, sólo le restaba esperar la muerte y bajar a los tenebrosos y calientes infiernos. Moraleja: Nunca se debe robar un recinto sagrado, so pena de sufrir los desvaríos de Teodosio Liñán.

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