jueves, 31 de diciembre de 2015

LOS TRES BULTOS



Cuenta una leyenda que en cierta ocasión  en la comunidad de Motozintla de Mendoza, en el estado de Chiapas, llovió sin parar durante tres días y tres noches. Cuando la lluvia paró, dos indios mochós fueron en busca de su ganado que habían dejado pastando al otro lado del río a donde acostumbraban llevarlos.

Al llegar al río, se dieron cuenta de que estaba muy crecido. Para poder cruzar al otro margen tuvieron que esperar.

Cuando estaban pacientemente sentados esperando que el rió bajara su cauce, vieron tres bultos que arrastraba la corriente.

Creyendo que eran canoas trataron de atrapar una que les sirviese para cruzar el río, pero no lo consiguieron, Intentaron con el segundo bulto pero tampoco lo lograron. Con el tercero tuvieron suerte.

Al sacer el bulto del agua se dieron cuenta de que no era una canoa, sino la imagen de una persona tallada en madera.

Inmediatamente se dirigieron a la localidad donde vivían para que el chamán les dijese de qué se trataba el hallazgo.

Éste les dijo que se trataba de la imagen de San Francisco de Asís y que debían llevarla a la iglesia. Los dos indígenas, más el chamán y curiosos que se habían sumado, fueron hasta el templo.

Al siguiente día la imagen había desaparecido para aparecer en el mismo sitio donde la habían encontrado.

La volvieron a llevar a la iglesia… y sucedió lo mismo. Al llevarla otra vez al templo, el chamán aconsejó que se le hiciese una fiesta para contentar al santo y que se sintiera venerado y cuidara al pueblo de las tremendas aguas que inundaban la región.

Así lo hicieron, y santo remedio, la imagen ya no se fue del altar donde lo habían colocado en la iglesia.

Los indios mochós, acompañados del chamán, fueron a recoger los otros bultos y al destaparlos se dieron cuenta que eran las imágenes de San Martín Caballero y del Señor Santiago. La primera la obsequiaron a la iglesia de Mazapa de Madero; la segunda, se traslado a Amatenango de la Frontera, donde aún puede vérselas.



HUIXTOCÍHUATL, LA DIOSA DE LA SAL



Nuestros abuelos mexicas idolatraron a Huixtocíhuatl, Mujer de Huixtotlan, como la diosa de los comerciantes de la sal y de las mujeres de la vida airada.
Solíanla relacionar con los lagos y los mares donde existen salinas. Asimismo, la veneraron como una de las diosas de la fertilidad.
Fue una hermosa divinidad acuática, cuyos colores simbólicos fueron el azul y el blanco, hermana del dios de la lluvia Tláloc, y de sus ayudantes los Tlaloques. Contrajo nupcias con Tezcatlipoca, el Espejo Humeante, Señor del Cielo y de la Tierra. 
Vestía nuestra diosa huipil decorado con olas de agua  con chalchihuites bordados –piedra semi preciosa verde-  más una falda, o enredo, a juego.
Pintada su cara  de color amarillo. Portaba orejeras de oro puro, gorro de papel con plumas de quetzal, y sandalias con pequeñas campanas de plata. En las manos sostenía un escudo decorado con una flor acuática elaborada con hojas de la hierba llamada atlacuezona, del escudo colgaban plumas de papagayo rematadas en flecos recamados con flores hechas con plumas de águila. En el tobillo Huixtocíhuatl lucía cascabeles de oro y caracolitos blancos de reluciente plata.
La diosa de la Sal habitaba en el Cuarto Cielo –de los trece existentes surgidos de la cabeza de Cipactli, el cocodrilo que mató Quetzalcóatl para crear la Tierra- llamado Ilhuícatl Huitztlan, el Cielo de la Estrella Grande, donde se movían la estrella Venus, Citlalpol; la Luna, las estrellas, el Sol y los cometas; y donde moraba Quetzalcóatl bajo la advocación de Tlahuizcalpantecuhtli, El Señor del Lucero de la Mañana.
Contaban los narradores de leyendas mexicas que por haber peleado con sus hermanos los dioses de la lluvia, Huixtocíhuatl fue desterrada por ellos y enviada a vivir a las costas donde había aguas salinas.
Llegada a su destino, se abocó a inventar la sal, o mejor, a substraerla en tinajas, procesarla, y obtener los granos para poder ser consumidos como condimento de los alimentos.
Nuestra venerada diosa enseñó a los mexicas cómo embalar la sal, gruesa o fina, en pequeños costales de cuatrocientos cántaros de sal cada uno, en forma de blancos panes redondos o alargados, muy limpios carentes de cualquier suciedad o arena.
Pero las dádivas de la divinidad a los indígenas no quedaron ahí, sino que les enseñó a curar las postemas abscesos de pus supurantes con orines, hierbas y sal llamada iztaúhyatl; y a emplearla como preservativo, como sustancia pulidora de metales, y de los dientes, a los cuales quita el horrible sarro.
A la diosa de la Sal se le festejaba en el séptimo mes del calendario llamado  Tecuilhuitontli, Pequeña Fiesta de los Señores, del 2 de junio al 21 de junio. En tal ceremonia, se le sacrificaba una mujer que debía vestir los mismos atavíos que la diosa. Desde temprano, todas las mujeres cantaban y bailaban en derredor de la doncella elegida para el sacrificio, asidas a una liana de flores, la xochimécatl. 
En sus cabezas, lucían coronas elaboradas con la yerba denominada iztauhyatl, “agua de la deidad de la sal”, conocida por nosotros como estafiate, la cual despedía cautivantes olores, además de curar el hígado. Los pocos hombres que solían acompañar a las danzarinas, portaban flores de cempaxúchitl, la sagrada flor de los muertos. Toda la noche duraban las danzas y los cánticos en honor a la diosa de la sal; iban las bailarinas guiadas por ancianos capitanes que dirigían los cantos y las danzas. La doncella que representaba a la diosa danzaba en medio de las otras bailarinas; por delante de ella iba un anciano que portaba en las manos un hermoso plumaje llamado uixtopetlácotl. Todas estas danzas y cantos duraban diez días, empezaban por la mañana y terminaban a la medianoche. Al llegar la mañana del último día, los sacerdotes llevaban a cabo una fiesta y un baile llevando en las manos grandes flores amarillas, las ya nombradas cempaxúchitl. 
Durante la última festividad, que duraba todo el día, llevaban al templo de Tláloc hombres cautivos que serían sacrificados a lo largo de la celebración: los esclavos llamados uixtotin, quienes lucían papeles en el cuello y un colorido plumaje de águila en la cabeza, a la manera de una pata de águila con las garras hacia arriba.
Cuando acababa el día, llegaba la hora del sacrificio de la mujer que personificaba a la deidad. Subíanla a lo alto del templo de Tláloc seguida de los esclavos destinados a morir en primer lugar. Llegado el turno de la “diosa”, cinco jóvenes le sostenían los pies, las manos y la cabeza sobre la piedra de sacrificios. Un sacerdote le abría el pecho y le sacaba el palpitante corazón, el cual depositaba en una jícara, chalchiuhxicalli, y lo ofrecía a Tonatiuh, el dios Sol, al tiempo que se escuchaba la música de caracoles y tambores.
La fiesta terminaba con una gran comilona rociada de pulque y otras bebidas, que las personas efectuaban en sus casas de los diferentes barrios que componían la limpia y hermosa ciudad de Mexico-Tenochtitlan.



TOMÁS EL GUITARRERO



Había una vez un músico que se llamaba Tomás, tenía sesenta y cinco años y tocaba muy bien la guitarra con la que se acompañaba para cantar.

En una ocasión iba por la tarde caminando por el campo, muy acalorado por el fuerte sol. Quería llegar a la ciudad de Linares, Nuevo León, para ver si ahí encontraba trabajo.

Tomás iba triste y cabizbajo pensando en su mala suerte, pues a pesar de ser buen músico no le caían muchas tocadas.

Siguió caminando un buen rato con su guitarra a cuestas, cuando por el camino apareció un hombre a caballo y vestido muy elegantemente como un rico hacendado.

Al verlo el extraño hombre le preguntó lo que hacía por ese un tanto cuanto solitario camino, a lo que Tomás respondió: -¡Señor, me dirijo a la ciudad de Linares a ver si alguien me contrata para tocar en alguna fiesta o celebración, pues hace mucho que no tengo trabajo.

A lo que el hombre bien vestido replicó: – ¿Y dónde te gustaría tocar tu guitarra, si se puede saber? – Pues en realidad no me importaría el lugar, siempre y cuando me pagaran, ¡creo que hasta al infierno iría si me pagaran bien! -¿Pues vamos!, dijo el hombre quien era nada menos que el Diablo en persona.

Tomás se subió atrás del hombre en las ancas del caballo, Cuando empezaron a galopar el hombre le dijo que cerrara los ojos y no los abriera para nada. Cuando llegaron al Infierno, el Diablo le dijo a Tomás que ya podía abrir los ojos, y que se pusiera a tocar inmediatamente, y agregó: -Cómo estás falto de dinero, toma tu paga por adelantado. Y le entregó una bolsa repleta de monedas de oro.

Tomás empezó a tocar y cantar feliz de la vida, pues aún no se había dado cuenta de que estaba en el Averno.

Al escuchar la música y el canto, todas las almas que se encontraban en el siniestro lugar se acercaron.

Entre ellas se encontraba el alma de un compadre de Tomás que había muerto unos años antes, quien al verlo le dijo: -¡Compadre Tomás, que andas haciendo por aquí, vete lo más rápido que puedas, porque si no te vas a quedar penando con nosotros! Tomás, extrañado, le preguntó: -¡Pero oiga compadre que tú no estabas muerto? -¡Sí, compadre, por eso mismo vete inmediatamente de aquí! -¿Pero porque? dijo Tomás, -¡Es que no te das cuentas que estás en los merititos infiernos!

Inmediatamente, Tomás emprendió la retirada y logró escapar.

Con el dinero que la pagara el Diablo logró vivir por mucho tiempo, se casó, y fue muy feliz, a pesar de haber visto al Diablo y tocado sus canciones en el Infierno.

miércoles, 30 de diciembre de 2015

EL MONSTRUO DE LOS BOSQUES DE LA MALINCHE



La casa del que mató al animal está ubicada en la calle 3 oriente Nº 201, esquina con la calle 2 sur, en pleno centro histórico de la ciudad de Puebla, a espaldas de la Catedral. A principios del siglo XX fue el Hotel Italia; alrededor de 1940 fue vendida al coronel José García Valseca, y actualmente es ocupada por la Organización Editorial Mexicana, que edita el periódico El Sol de Puebla.

La leyenda cuenta que en la época colonial, un monstruo en forma de serpiente bajaba desde los bosques de la Malinche, continuamente amenazando a los pobladores.

Cierto día, en el solar de la casona de Don Pedro Carvajal, hombre próspero y viudo, que tenía dos hijos, un pequeño de 6 años y una bella joven de nombre María apareció el monstruo que devoró a su niño.

La noticia corrió por la ciudad con la promesa de Don Pedro de dar parte de su fortuna a quien matara al animal que le quitó a su hijo, de manera que así vengaría su muerte.

Cuando nadie lo esperaba, llegó a la plaza un jinete armado que dejó en señal de su juramento un cartel que decía: Con amparo de la Virgen, mataré al monstruo.

Este soldado era un joven de nombre Juan Luis, que pretendía a la hija de Don Pedro, y a quien le había sido negada su mano.

Salió con rumbo al oriente, por donde se sabía llegaba el monstruo, más al llegar a la plaza, asomaba la serpiente su cabeza.

Después de luchar en condiciones desiguales, logró cortar la cabeza, cumpliendo así su promesa.

Las autoridades premian al vencedor dándole un título nobiliario, y don Pedro otorga la mano de su hija así como la casa en recompensa.

Actualmente se puede ver a la entrada de la casa, un grabado de la época en piedra, del soldado luchando contra el animal.



EL NIÑO FANTASMA



Esta escalofriante leyenda sucedió en un edificio que alberga oficinas, situado en la Avenida López Mateos en Aguascalientes.

El relato nos cuenta que en cierta ocasión una muchacha y un señor se quedaron a trabajar hasta pasada la hora de salida.

Se juntaron a las puertas del elevador y pulsaron el botón para bajar a la planta baja; pero en vez de ello, el ascensor subió al piso siguiente que se encontraba clausurado.

Ambos se extrañaron. Cuando llegó al piso cuarto, oyeron las risas de un niño y el sonido característico de que estaba jugando con una pelota. Las puertas de ascensor no se abrieron. De repente, el elevador empezó a descender.

Cuando llegaron a la planta baja, le dijeron al velador lo que habían escuchado.

Éste les informó que se trataba del espíritu de un niño que había muerto ahí a manos de un guardia de seguridad que le había confundido con un ladrón al verlo salir de repente lanzando espeluznantes gritos. Asustado, el guardia le había disparado un balazo.

Desde entonces, todas las noches se aparecía el desdichado niño, jugaba con su pelota y reía estentóreamente.

El velador les relató que muchos empleados también habían visto algo, pues a veces la pelota se le caía al infante por las escaleras.

Los que la veían notaban que la pelota tenía marcadas con fuego las manitas del niño. Los que habían visto la pelota habían renunciado a su empleo, pues sabían que atrás de la pelota iba el niño-fantasma que tanto miedo les producía, y del cual se decía que si uno llegaba a verlo enfermaría del susto hasta morir por el niño-fantasma que tanto miedo les producía, y del cual se decía que si uno llegaba a verlo enfermaría del susto hasta morir.

martes, 29 de diciembre de 2015

EL CALLEJÓN DEL DIABLO



En la época de la Colonia existía en el centro de la Ciudad de México una pequeña calle llamada el Callejón del Diablo.

Era oscuro y tenebroso, y solamente tenía una vivienda muy pobre en la cual vivía un tuberculoso.

A nadie le gustaba pasar por el callejón de marras. Una noche, un joven se encontraba en una tertulia, se le hizo tarde y, para cortar camino entró al callejón. De pronto vio una silueta apoyada en uno de los árboles.

Se asustó, pero dominando su miedo se acercó al sujeto; cuando se encontraba cerca de la figura, vio que se trataba de un ser espeluznante que reía a mandíbula batiente.

El joven, al ver la terrible aparición, echó a correr despavorido. La anécdota se supo por toda la ciudad, y ya nadie deseaba pasar por ahí al saber que se aparecía el Diablo.

Un brujo reconocido por sus habilidades, aconsejó que para apaciguar al Diablo y evitar que saliese por otras calles, se le colocaran en el árbol monedas de oro y joyas. Así se hizo. Al otro día las monedas ya no estaban bajo el árbol. El Diablo parecía complacido.

Un día, dos marineros, lobos de mar y muy corridos en aventuras, supieron del aparecido del callejón y decidieron ir a indagar qué había de cierto en tal historia. Decidieron entrar al callejón a la medianoche.

Vieron al Diablo recargado como siempre en el árbol. Ya estaba listo para encender su antorcha de azufre cuando, de repente, vio aparecer una luz y se vio a un ser peludo, larga cola, pezuñas, e imponentes cuernos que era el verdadero Satanás.

El Diablo del árbol sintió una quemadura en las posaderas, gritó de dolor, y al ver al otro Diablo, salió corriendo al tiempo que decía: ¡Auxilio, Jesús mío, el Diablo quiere llevarme!
Los dos marineros se quedaron vigilando en el callejón hasta el otro día. Pero el Diablo peludo y con grandes cuernos no se volvió a aparecer.

Unos días después, en la ciudad se sabía que uno de los señores importantes se encontraba muy enfermo a causa de una fuertes quemaduras en los glúteos que se habían infectado.

Arrepentido de sus acciones, el supuesto Diablo se confesó, y donó las joyas y las monedas de oro mal habidas a los pobres.

Así dieron término las apariciones del supuesto Diablo fraudulento, castigado por el verdadero Demonio, que nunca más se volvió a aparecer y que escarmentó a su ambicioso suplantador.

lunes, 28 de diciembre de 2015

LA PIEDRA NEGRA



Gildardo Higinio y Misael Galán se fueron a la sierra zacatecana a buscar una mina, pues eran ambiciosos y quería hacerse ricos.

Encontraron una cueva donde se encontraba una piedra negra muy brillante. Pensaron que sería de gran valor y que podrían venderla a buen precio si la partían en pedazos.

Los habitantes del pueblo donde vivían los muchachos, considerando que habían encontrado un tesoro en sus búsquedas, les esperaban con una gran fiesta. 

Pero el tiempo pasó y los muchachos nunca llegaron. Los hombres del pueblo se decidieron a ir a buscarlos.

Los encontraron a la entrada de la cueva muertos apuñalados. Nadie se explicaba cómo habían muerto los dos amigos: si los habían matado para robarles la piedra, si se habían herido en una pelea o si se habían suicidado.

Sin embargo, la piedra negra se encontraba junto a los cuerpos de los jóvenes, lo que hacía poco plausible la idea de que hubiesen sido atacados por bandoleros. Los hombres cargaron a los caballos con los cadáveres y se regresaron al pueblo.

Se llevaron al cabo los funerales y el entierro de los desdichados buscadores de tesoros.

Un comerciante del lugar había guardado la piedra negra. Al poco tiempo, asesinó a su esposa y se quitó la vida, hecho que extraño a los lugareños, pues eran un hombre intachable y bondadoso.

Como la misteriosa piedra negra había formado parte de los dos espantosos sucesos, decidieron devolverla a la cueva. Unos cuantos hombres fueron los encargados de llevarla de regreso al monte.

Pasaron cuatro días y no volvían. Asustados, los vecinos del pueblo fueron a buscarlos. Al llegar cerca de la cueva, horrorizados, vieron que los hombres estaban muertos.

Todos  fueron conscientes que la causa de tantas muertes era la piedra negra y que se hacía necesario deshacerse de ella a toda costa.

Fueron en busca de un sacerdote, quien roció la piedra negra con agua bendita, para luego ser trasladada a un sitio secreto.

La leyenda cuenta que puede verse la piedra en un muro de la catedral de Zacatecas, cerca de una campana que se pone a repicar cuando alguna persona trata de acercarse a la maldita piedra negra.






EL TEMPLO QUE SE DERRUMBÓ



Cuenta una antigua leyenda de Teocalhueyacan, un poblado otomí que se encuentra en el Valle de México, a tres kilómetros de Tlalnepantla, y que ahora se conoce como San Andrés Atenco, que a raíz de la conquista española los frailes franciscanos decidieron edificar un templo dedicado a San Lorenzo.

Lo construyeron en los terrenos de un teocalli que los conquistadores habían destruido en sus ansias por acabar con todo vestigio de las culturas indígenas.

Para hacer el templo no dudaron en utilizar las piedras y el material del templo desaparecido.

El Templo de San Lorenzo era muy visitado por los habitantes del pueblo de Teocalhueyacan, que acudían a las misas y a los oficios religiosos que  se llevaban a cabo en el sagrado recinto. 

Una terrible noche, el templo se hundió y al amanecer no quedó nada de él. Los feligreses estaban muy tristes y asustados por tal hecho que no se explicaban.

Ante la carencia de la iglesia los habitantes del Teocalhueyacan, optaron por acudir al templo de Corpus Christi situado en Tlalnepantla.

Pero como era muy largo el camino que tenían que recorrer para asistir a los servicios religiosos, decidieron que lo mejor era construir una nueva iglesia. Sin embargo temían que ocurriera lo mismo, y que volviera a hundirse. 

Después de mucho pensar y discutir acerca de lo que debía hacerse, los responsables de la edificación tomaron la decisión de construirlo en otro lugar del pueblo.

Lo edificaron a la falda de un cerro y cerca de un río.

Pero ya no fue el Templo de San Lorenzo, sino que se le dedicó a San Andrés Apóstol y se inauguró en el año de 1700.



EL REY, SU HIJO Y LA MALVADA SEÑORA



Cuenta una leyenda mixe de Oaxaca que hace mucho tiempo en un pueblo pequeño gobernaba un rey que vivía solamente con su hijo, pues carecía de esposa.

Para comer, iba a la casa de una mujer que le atendía. Cierto día, la vieja señora decidió envenenar al rey y le puso veneno a su comida.

Al comerla, el hombre murió inmediatamente. La señora, que contaba con muchos criados, envió a un grupo de ellos a matar al hijo del rey. Los criados llegaron cuando el joven se dirigía a la montaña a platicar con los animales que eran sus amigos. Cuando llegó los animalitos le avisaron que unos hombres venían a matarlo.

El muchacho ordenó a sus amigas las avispas que se colocaran en un árbol. Cuando llegaron los asesinos, el joven azotó tres veces el suelo con su machete y las avispas atacaron a los hombres, quienes salieron corriendo. 

Al enterarse del fracaso, la señora envió a otros criados a cumplir la tarea. El hijo del rey se enteró, y reunió a varios puercoespines. Cuando llegaron los criados, el muchacho azotó el suelo tres veces con su machete, y los animales se encargaron de lanzarles sus espinas a los malosos, quienes huyeron malheridos.

La mala mujer al enterarse del nuevo fracaso, decidió enviar a otros criados a cumplir el malévolo encargo.

El muchacho, enterado de la nueva amenaza, junto muchos monos y les dio palos y piedras. Al llegar los crueles asesinos al sitio donde se encontraba el joven, éste golpeó el suelo por tres veces seguidas con su machete y, diligentes, los monos les aventaron piedras y golpearon a los criados.

Ante su fracaso los servidores ya no regresaron a la casa de la mala mujer por miedo a que los matara.

La señora se frustró en su tarea asesina y el hijo del rey se salvó y vivió muy feliz hasta muy viejo, y muy agradecido por la ayuda recibida por sus amigos los animales que nunca lo abandonaron.


sábado, 19 de diciembre de 2015

ERÉNDIRA CONTRAJO MATRIMONIO



Cuando Eréndira, la Risueña, la querida princesa purépecha iba a contraer matrimonio, un cacique de un señorío cercano a Pátzcuaro, donde vivía la joven, envió a un mensajero a pedir la mano a su señor padre. Al llegar al mensajero a su destino, el padre de Eréndira preguntó: -¿Pues, qué hay, señor? ¿Qué negocio es por el que vienes? A lo que el mensajero respondió: -Señor, envíame el Señor de Tzintzuntzan a pedir a tu hija. Entonces el padre replicó: -Seas bien venido. Efecto habrá, basta que lo ha dicho. – Señor, dice que le des a tu hija, para su hijo, preciso el mensajero.

El padre, gustoso, aceptó afirmando que estaba de acuerdo porque él había pensado en el hijo del señor de Tzintzuntzan para marido de su hija, ya que el mismo pertenecía a ese lugar y a ese linaje, y prometió enviar a Eréndira con un propio a la casa de tan noble señor.

En seguida, el padre de la joven se dirigió a sus esposas y concubinas y les preguntó: -¿Qué haremos a lo que nos han venido a decir? Y ellas le respondieron: - ¿Qué habemos nosotras de decir? Señor, mándalo tú solo. -¡Sea como dicen! Replicó el padre.

En seguida, las mujeres procedieron a ataviar a la princesa y a preparar su ajuar que consistió en mantas para el esposo, hachas para partir la leña de los templos, petates para la espalda, y cinturones de cuero.

Las mujeres que acompañarían a Eréndira se arreglaron lujosamente, y colocaron en envoltorios los efectos personales de la muchacha que consistían en joyas, petacas, algodón para hilar, y sus hermosos trajes.

Cuando partieron a la casa del novio, la princesa y su séquito de mujeres iban acompañados de varios sacerdotes. Al llegar a la casa de su prometido vieron con satisfacción que ya estaban preparados los grandes tamales de boda hechos de maíz y rellenos de frijoles molidos; a más, había jícaras, mantas, ollas, maíz y chile, semillas de amaranto, enaguas y demás ropa femenina.

Los parientes y amigos se reunieron en una estancia donde un sacerdote colocó a la pareja nupcial en el centro. Y dijo: -Esta envía tal señor, que es su hija. Plega a los dioses que lo digáis de verdad pedilla y que seáis buenos casados.

Plega a los dioses que seáis buenos casados y que os hagáis beneficios. Mira que señalamos aquí nuestra vivienda de voluntad, no lo menospreciemos ni seamos malos, porque no seremos infamados y tengan qué decir del señor que dio su hija.

El discurso continuaba recomendando a los novios ser fieles y alejarse de la lujuria y las malas acciones, para evitar se ahorcados o matados con la porra. A Eréndira le invitaba a no hablar con ningún hombre en la calle, y a portarse correctamente para evitar las habladurías.

Al novio de la princesa lo instó a que si descubría que Eréndira le había sido infiel, la rechazase y la regresara a su hogar paterno.

Terminado el discurso, el sacerdote preguntó a los novios si habían entendido bien las normas matrimoniales, y precedió a nombrar a todos los antepasados que habían vivido en ese sitio y a recordarles que procedían del noble linaje de los chichimecas.

Una vez casados, la pareja real y los invitados pasaron a un salón para disfrutar de los tamales y de otros sabrosos manjares y bebidas.

El suegro de Eréndira, muy orgulloso, les enseñó, el terreno que les había regalado para que fuese sembrado.

A las mujeres del séquito y a los sacerdotes que le acompañaron les obsequió con mantas, y al padre de la novia le entregó un lujoso presente.





viernes, 18 de diciembre de 2015

MARÍA ANGULA



María Angula era una niña conocida por su manía de lengua larga, aunque era muy alegre, le gustaba enemistar a las personas llevando chismes de aquí para allá. Tanto gastaba el tiempo en esto, que no pudo aprender las labores del hogar, ni siquiera algo tan indispensable como cocinar.

Sus problemas empezaron al casarse con Manuel, pues este le pedía todos los días una comida que ella no sabía hacer.

Corría entonces con su vecina Mercedes, una excelente cocinera para que le diera instrucciones. Nada más terminaba la mujer de hablar, María salía con el cuento de que ya sabía cómo hacerlo y que era bastante fácil.

Como esto sucedía día tras día, la señora Mercedes estaba molesta y se decidió a castigar a la irrespetuosa recién casada.

Cuando vino María por indicaciones para un caldo de tripas con panza, la vecina le dijo que fuera al cementerio con un cuchillo afilado para sacarle la panza y las tripas al último muerto del día.

Que después volviera a su casa para lavarlos y cocinarlos con agua, sal y cebollas, al hervir el caldo por unos diez minutos, un poco de maní… y nada más.

Igual que siempre, María dijo que eso ya lo sabía, y siguió las instrucciones de la vecina al pie de la letra.

En el último momento allá en el cementerio, frente al semblante del muerto, quiso huir, pero el miedo no se lo permitía; en su lugar, para terminar pronto con aquella tarea, dirigió el cuchillo con sus manos temblorosas, y lo clavó en el cadáver fresco para arrancarle las entrañas.

El marido sin saberlo, hasta se relamió los dedos ante aquella sabrosa comida.

Esa noche, María Angula fue despertada de su plácido sueño, por unos aullidos lastimeros, luego, unos pesados pasos hicieron crujir las escaleras que llevaban hasta su cuarto.

La pobre mujer se encontraba aterrada sobre su cama, un sórdido silencio invadía el ambiente, después, en medio de un resplandor fosforescente un hombre fantasmal cruzó por el umbral: —¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi panza que robaste de mi santa sepultura!— gritaba el hombre de voz cavernosa.

El miedo de la mujer le salía hasta por los ojos, apenas podía incorporarse llena de horror, ante aquella figura luminosa y descarnada. Intentaba gritar para despertar a su marido, pero la voz se negaba a salir conforme el difunto avanzaba mostrándole el hueco que había dejado en su cuerpo.

Para no verlo, se metió bajo las cobijas, pero las manos frías y huesudas del profanado difunto la tomaron de las piernas para arrastrarla hasta un lugar donde jamás pudieron encontrarla.

LA NIÑA DE LAS IGLESIAS



Siendo una noche como todas, pero en especial, ésta era una noche un poco más fría, más obscura, cerca de la 1 de la madrugada, un taxista regresaba a su casa después de todo un día de arduo trabajo, en la calle ya no había ni alma de gente, pero al pasar frente al cementerio general de la ciudad se percató que una chica le hacía la parada, éste se siguió pensando que ya estaba muy cansado y que era muy tarde para hacer otra dejada.
Sin embargo reflexionó y pensando en su sobrina de 17 años que fue violada y asesinada 3 años atrás, dijo, "pobre chica, no la puedo dejar ahí expuesta a no se qué miserable".
Retrocedió su taxi y llegó hasta ella, tenía aproximadamente entre 18 y 19 años. Al contemplar su rostro, el taxista sintió un frío intenso y cierto sobresalto, al que no le dió importancia, pues la niña era dueña de un rostro angelical, inspiraba pureza, de piel blanca, muy blanca, cabello sumamente largo, era delgada, facciones finas, con unos ojos grandes, azules, pero infinitamente tristes, tenía un vestido blanco, de encaje, y en su cuello colgaba un relicario bellísimo de oro, que se veía de época.
El taxista acongojado le preguntó adónde la dejaba, y le dijo que quería que la llevara a visitar 7 iglesias de la ciudad, las que él quisiera, su voz era suave, muy triste, pero dejaba notar un timbre muy extraño, que le dejó una sensación de miedo y misterio.
Para no hacerla larga, el taxista la llevó a cada una de las siete iglesias sin replicar, en cada una pasaba cerca de 3 minutos y salía con una expresión de serenidad, de tranquilidad, pero sin abandonar de sus ojos esa mirada de infinita tristeza.
Al final del paseo, ella le pidió un favor. "Discúlpeme si he abusado mucho de su bondad, mi nombre es Alicia, no tengo dinero para pagarle ahora, sin embargo le dejaré éste relicario, y podría hacerme un último favor. Vaya a la colonia Jazmines # 245, ahí vive mi padre, entréguele mi relicario y pídale que le pague su servicio, ah, y dígale que lo quiero y que no se olvide de mí. Déjeme donde me recogió por favor."
El taxista se sintió como en un trance, en donde actuaba automáticamente a la petición de la chica, y la dejó ahí, frente al cementerio. El hombre se fue a su casa, se sentía mareado, le dolía intensamente la cabeza, y su cuerpo le ardía por la fiebre que empezaba a tener, su esposa lo atendió de ese repentino mal, duró así casi 3 días.
Cuando al fin pudo reaccionar y se sintió mejor, recordó su última noche en el taxi, recordó a la niña angelical de las iglesias, y recordó su última petición, que le hizo sentir un escalofrío intenso que hizo que se cimbrara de pies a cabeza, aunque él no comprendía nada, pensó "que raro fue todo, seguro se fue de su casa, o tiene problemas, pero, ¿por qué en el cementerio? ¿Quién era?, ¡¡El relicario!!", sí ahí estaba, sobre su mesita de cama, el relicario de Alicia, que ahora tenía restos de tierra.
Se paró como un resorte, tomó su taxi y fue a la dirección que le diera la chica, pero no con la intención de cobrar, sino de descubrir, conocer, aclarar la verdad detrás de ese misterio que le inquietaba, que le estremecía, que no quería ni pensar.
Tocó, era una casa grande, estilo colonial, vieja, entonces abrió un hombre, de edad avanzada, alto, de aspecto extranjero, con unos ojos, si los ojos de Alicia, así de tristes. El taxista le dijo "Disculpe señor, vengo de parte de su hija Alicia, ella solicitó mis servicios, me pidió que la llevara a visitar siete iglesias, así lo hice y me dejó su relicario como penda para que usted me pagara". El hombre al ver la joya rompió en llanto incontrolable, hizo pasar al taxista y le mostró un retrato, el de Alicia, idéntica a la de hace 3 noches.
¿Es ella mi Alicia?, le dijo el hombre, "Sí ella, con ese mismo vestido".
"No puede ser, hace tres noches cumplió 7 años de muerta, murió en un accidente automovilístico, y este relicario que le dio fue enterrado con ella, y ese mismo vestido, su favorito... hija, perdón, debí hacerte una misa, debí haberme acordado de tí, debí...."
El hombre lloró como un niño, lloró y lloró, el taxista estaba pálido, pasmado de la impresión, "había convivido con una muerta" eso lo explicaba todo.
Volviendo de su estupor, le dijo al padre de Alicia, "señor, yo la vi, yo hablé y conviví con ella, me dijo que lo amaba, que lo amaba mucho, y que no se volviera a olvidar de ella, creo que eso le dolió mucho". 
Se dice que el padre de Alicia recompensó al taxista, le regaló toda una flotilla de taxis para que iniciara un negocio, todo en agradecimiento por haber ayudado a su niña adorada a visitar las iglesias en su aniversario fúnebre.



jueves, 17 de diciembre de 2015

DOÑA ANGUSTIAS



Miguel Perea trabajaba en la Real Casa de Moneda de la Ciudad de México como tercer ayudante del operador de la Balanza.

Era un hombre de talla pequeña, muy gordo y muy agradable.

Estaba casado con doña Angustias, quien hacía honor a su nombre, ya que siempre estaba preocupada por todo y esperando que sucediera lo peor.

Un día, la mujer vio a su esposo arrodillado en el altar domestico dedicado a San Antonio. La esposa se puso muy contenta al verlo muy devoto la mayor parte de los días de la semana.

Una mañana cuando doña Angustias estaba limpiando la imagen del santo, se dio cuenta de que estaba hueco, metió la mano y se encontró con muchos papeles.

Curiosa, empezó a leerlos y concluyó que don Miguel tenía una amante pues en ellos se leía: “Diez pesos para la Santiaguita” o “Cincuenta pesos para la Santiaguita” o “Cien pesos para la Santiaguita” Muy afligida y celosa, decidió escribirle  a su esposo un mensaje, que rezaba: “Querido Miguel, sal porque tengo algo muy importante y urgente que decirte.

Con amor La Santiaguita” Hubo vez escrito el mensaje la mujer se dirigió a la Real Casa de Moneda, y entregó la misiva a un portero con la orden de que se lo entregara al infiel marido.

Cuando la leyó don Miguel, quedó desconcertado y salió a la calle, donde se encontró con su mujer vuelta una furia. Al verlo, la mujer le dio una bofetada y le reclamó por tener una amante llamada La Santiaguita a la que mantenía mejor que a ella, pues le daba mucho dinero.

El hombre, con la mano en la mejilla, se apresuró a sacarla del error y le dijo: ¡Pero querida esposa, estás equivocada, La Santiaguita no es una mujer, es una mina de Pachuca.

Esos papeles que leíste son las cantidades que voy anotando de los pagos de las acciones que compré, las puse dentro del San Antonio para que nos haga el milagro de hacernos ricos y poder comprarte buenos vestidos a ti y a nuestros hijos, y para vivir en una casa mejor.

Doña Angustias ante la explicación de su marido, se sintió muy avergonzada y le pidió perdón a su marido por haber dudado de él.




EL MAREMOTO



Una leyenda del estado de Nayarit relata que hace muchísimos años las personas que habitaban en el Ejido de Jarretaderas, en el Municipio de Bahía Banderas, trabajaban en los chilares que se encontraban cerca del Río Ameca, río costero de la vertiente del océano Pacífico.

Cuando acudían por las tardes a realizar sus labores, cuando el Sol empezaba a meterse, escuchaban el sonido de campanitas por toda la orilla del río.

Un cierto día, Adolfo estaba en los chilares y había terminado sus labores, por lo que se encontraba guardando sus herramientas de trabajo.

En ese momento comenzó a oír las campanitas y vio que por la orilla del río caminaba una personas envuelta en una albea sábana, y cuyos pies no tocaban el suelo.

Adolfo se asustó tanto que corrió despavorido muerto del miedo. Al enterarse de lo ocurrido, tres campesinos que tenían fama de valientes, decidieron averiguar qué sucedía.

Fueron a sus labores en el chilar como siempre lo hacían, pero decidieron quedarse por la noche para indagar sobre el misterio.

Cuando dieron las seis de la tarde, escucharon el sonido de las campanitas, y unos extraños cánticos eclesiásticos entonados por voces infantiles.

Buscaron el lugar exacto de donde provenían los cantos y vieron a hombres que vestían mantos blancos con capucha, y llevaban una gran cruz de madera colgada al pecho. Unos de los valientes campesinos se puso a temblar de puro miedo y, aterrado, se fue corriendo hacia su casa. Sus dos compañeros decidieron seguir a los fantasmas por toda la orilla del río. Al llegar al mar, los muertos de metieron en él.

Como no llegaron a sus casas, al siguiente día sus familiares fueron a buscarlos. Los encontraron muertos en la playa con las caras con muecas que expresaban tremendo miedo y terror.

Poco después de este funesto hecho, los habitantes del Ejido de las Jarretaderas se enteraron que en el sitio donde se aparecían los frailes fantasmas había una capilla que fue arrasada por un maremoto y todos los religiosos murieron.

En seguida, se organizaron misas en el lugar y se regó con agua bendita toda la orilla del río y la playa en donde desembocaba.

Desde entonces, ya nunca más volvieron a oírse la campanitas ni aparecieron los desafortunados frailes muertos a causa de un maremoto.