lunes, 5 de mayo de 2014

EL DÍA DE LA SANTA CRUIZ



Cuando la celebración de la Cruz de Mayo llegó a los lares mexicas ya tenía tiempo que se efectuaba en la vieja España, donde era costumbre que se pusiese una cruz en las casas profusamente adornada con flores en lo alto. Además, la gente salía en procesión y asistía a toda la parafernalia que exigía la liturgia católica, como misas, rezos y devociones, para después, por la noche, dedicarse a los placeres del canto, el baile, y la música, sobre todo en la provincia de Andalucía, que en este mes de plena primavera abundaba en flores de todo tipo: nardos, azahares, clavellinas, claveles, y azaleas.

Llegada la fiesta en los primeros tiempos de la Primera Traza colonial, cuando los edificios más importantes, iglesias, palacios y ayuntamientos, estaban en plena construcción, las cruces floridas fueron colocadas a instancias de los albañiles españoles en la parte de arriba de los inmuebles inacabados. Aunque la fiesta de la Santa Cruz inicialmente la solemnizaban tanto el gremio de los albañiles como el de los talabarteros, terminó siendo exclusiva de los primeros. Es muy posible que la festividad se celebrase en México ya desde los tiempos de fray Pedro de Gante, lego franciscano nacido en Bélgica, hacia finales de 1526 o principios de 1527. Desde entonces, los indígenas la adoptaron como parte de sus festividades rituales a las que eran tan proclives. Obviamente la imagen de la cruz fue fácilmente aceptada por los indios: para ellos representaba el fuego, y por ende el Sol y su mensajero, Quetzalcóatl Nos dice Luis Weckmann.

Así pues, los indígenas mesoamericanos conocían, desde mucho antes del arribo de los españoles, el signo sagrado de la cruz. Fray Bartolomé de las Casas, misionero dominico (1474-1566), en su obra Historia de la Indias constata:
En el reino de Yucatán cuando los nuestros lo descubrieron hallaron cruces, y una de cal y canto, de altura de diez palmos, en medio de un patio cercano muy lucido y almenado, junto a un muy solemne templo, y muy visitado de mucha gente devota en la isla de Cozumel que está junto a la Tierra firme de Yucatán. A esta cruz se dice que tenían y adoraban por dios del agua-lluvia, y cuando había falta de agua le sacrificaban codornices. 

Por su parte, Francisco López de Gomara nos dejó el siguiente testimonio:
A causa de este oráculo e ídolo, venían a esta isla de Acuzamil (Cozumel) muchos peregrinos y gente devota y agorera, de lejas tierras, y por eso había tantos templos y capillas. Al pie de aquella mesma torre estaba un cercado de piedra y cal tan alta como diez palmos, a la cual tenían y adoraban por dios de la lluvia, porque cuando no llovía y había falta de agua, iban a ella en procesión y muy devotos; ofrecíanle codornices sacrificadas por aplacarla la ira y enojo que con ellos tenía o mostraba tener, con la sangre de aquella simple avecica. Quemaban también cierta resina a manera de incienso, y rociábanla con agua. Tras esto tenían por cierto que llovía.

De tal manera que la cruz se empleaba con carácter religioso desde épocas muy remotas en México, sobre todo la cruz aspada llamada de San Andrés. Otras cruces se encontraron en muchos lugares más como Cholula y Texcoco, siempre venerada como Dios de la lluvia. En la Nueva España la fiesta de la Santa Cruz fue una de las mayores de la Iglesia y a ella debían acudir el virrey y la Real Audiencia. El gremio de albañiles la organizaba y sufragaba los gastos, que no eran pocos, pues así lo estipulaban las Constituciones de la Cofradía. La víspera del día de la Santa Cruz, se efectuaban los arreglos pertinentes y se decoraba la cruz con flores, joyas, tela y demás ornamentos que dictara el buen gusto. Al día siguiente se oía misa de réquiem, y el obispo de Catedral decía una homilía exaltando los méritos religiosos de la cruz donde muriera Nuestro Señor. La ceremonia incluía misas cantadas, novenarios, letanías, ofrecimientos de ceras y luminarias. Los mayordomos y mayorales presidían esta liturgia que se llevaba a cabo en la propia capilla que los agremiados tenían en la Catedral, situada cuatro capillas después al lado de la del Evangelio y dedicada a la Virgen María. Se denominaba Capilla de los Albañiles. En un principio estaba destinada a albergar los restos mortales de aquellos que habían construido la iglesia.

Además, se realizaba una procesión a la que era obligación que asistiesen todos los gremios, so pena de ser multados con treinta pesos o treinta días de cárcel. En cambio la puntual asistencia a la fiesta hacia posible la obtención de indulgencias plenarias o parciales.

Una vez terminadas las ceremonias religiosas, los agremiados se reunían a gozar de un buen banquete –antecesor de la comida de los albañiles actuales-, cuyos brindis se prolongaban hasta muy entrada la noche. Dicha comilona tenía como finalidad propiciar la convivencia fraternal y la cohesión del gremio y la cofradía. Como diversiones mundanas solía haber danzas, juegos artificiales, palo ensebado, música de tambor y chirimía, “árboles de fuego” castillos, toritos y corridas de toros.

La ciudad virreinal estaba plagada de cruces en sus calles que también se adornaban en su día. Luis González Obregón nos dice:

Había cruces rematando torres de los templos y las cornisas de las casas; las había en las claves de los marcos de las puertas, en los muros, en bajo y en alto relieve y figuradas en todos los aplanados; unas sencillas y otras decoradas con las insignias de la Pasión de Cristo. También había cruces en las esquinas o ángulos de los edificios, pintadas algunas, como la Cruz Verde, que dio nombre a una calle; y las había, en fin, en los nichos, en los centros de las plazas como la Cruz de Tlatelolco, y en los cementerios de las iglesias y de los conventos, sobre los bordos que limitaban los atrios o sobre los pedestales que los sustentaban. 

Sin olvidar la Cruz de Mañezca situada en la barda de Catedral hasta el siglo XVII, que después se pasó al cementerio del Sagrario; la Cruz de los Tontos, cerca de Catedral, hacia el Portal de Mercaderes; la Cruz de Cachaza en la esquina de la ex-Universidad, en la Plaza del Volador, junto a la cual se ponían los cadáveres de los pobres y se pedía limosna para poder enterrarlos; y la del atrio de la iglesia de Jesús Nazareno. Tal pareciera que la capital no fuera la Ciudad de los Palacios, sino la Ciudad de las Cruces, tal cantidad había de ellas.

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