martes, 2 de junio de 2015

EL CALLEJÓN DE LAS MANITAS



San Luis Potosí es una bella ciudad mexicana localizada hacia el norte del país, en el estado del mismo nombre.
En un principio fray Diego de la Magdalena la llamó Pueblo de San Luis de Mezquitique, en honor a  Luis IX, rey de  Francia; y Potosí se le denominó por las ricas minas de plata de Bolivia a las cuales se dijo que emularía.
En los siglos XVII y XVIII estaba llena de frailes franciscanos, jesuitas y agustinos que construyeron muchas iglesias y edificios. En el año de 1780, llegó a las tierras de San Luis Potosí un sacerdote de la orden de los franciscanos.
No se sabe a ciencia cierta qué atrajo al sacerdote para emigrar a San Luis, tal vez le sedujo el clima o la riqueza de sus minas de plata, el caso es que el cura llegó y se quedó a vivir en esos acogedores lares de buen clima y de gente bondadosa.
Ya asentado en la ciudad, se dedicó a buscar trabajo, y pronto lo encontró como maestro en una de las mejores escuelas de la ciudad enseñando latín y otras materias de las cuales era docto. Ya con trabajo seguro, buscó donde vivir y los azares del destino lo llevaron a alquilar una casa en el barrio de la Alfalfa, uno de los más solitarios de la ciudad.
Todo marcaba a satisfacción, hasta que un día el sacerdote decidió dejar la escuela y partir a buscar aventuras y trabajo con dos acompañantes que se consiguió; eran estos unos jóvenes mozos de la misma ciudad. Se fue a recorrer varios pueblos.
Con el dinero que junto durante sus aventuras pueblerinas, pensaba comprarse algunas cosas de las que tenía necesidad, y destinar una parte para ayudar a los necesitados.
Cuando regresó a su casa, dio órdenes a sus ayudantes para que desensillaran los caballos, atendieran a las mulas y llevasen a los equinos al establo para que reposaran.
Los mocitos obedecieron lo mandado por su patrón y, una vez cumplida la faena, se fueron a comer porque ya era hora y tenían mucha hambre.
Pero nuestro sacerdote, como se encontrara muy cansado de las fatigas del viaje, decidió irse a la cama en seguida, cumplir con Dios rezando sus oraciones y dormirse.
Cuando ya era bastante noche, los mocitos que no tenían un lugar mejor a dónde ir a divertirse porque no lo había, y además eran casi unos niños pobres y humildes, regresaron a la casa del sacerdote.
Al llegar, lo primero que vieron llenos de espanto y sorpresa, fue el cuerpo del sacerdote tirado a medio cuarto, todo cubierto de sangre. ¡Su patrón estaba muerto!
Medio locos de terror, ambos jóvenes salieron pitando a la calle dando gritos de espanto y pidiendo ayuda a todo aquél que les oyese.
Las personas, sobrecogidas, empezaron a reunirse.
Alguien alertó a las personas del  Hospital Militar que se encontraba cerca, acudieron soldados y médicos a la casa del sacerdote y confirmaron que era verdad lo que gritaban los mozalbetes, el sacerdote estaba absolutamente muerto y su muerte era un clarísimo y cruel  asesinato.
Las autoridades de la ciudad en seguida se dieron a la tarea de investigar lo que había pasado con el pobre hombre asesinado.
Buscaron por todos los rincones de la ciudad, y pueblos aledaños, en busca de sospechosos que permitiesen dar con el asesino del religioso.
Apresaron a varios candidatos, pero por falta de pruebas no pudieron arrestar a ninguno y todos fueron puestos en libertad. Los muchachos ayudantes participaron en la búsqueda con diligencia y comedimiento, pero no se pudo apresar al asesino de marras.
Como los dos muchachos quedaron desvalidos, la gente del barrio y de la ciudad ni prestos ni perezosos les brindaron techo, comida, y trabajo.
Sin embargo, un funcionario de la comisaría no se dejó convencer del desamparo y la tristeza de los jóvenes, y sospechó de ellos.
El funcionario, consciente de su deber, decidió apresarlos en el Hospital Militar.
Los colocaron en cuartos separados, de tal manera que quedasen incomunicados. Se les sometió a fuertes interrogatorios. Ante tal presión, los presos se culparon uno al otro.
Uno de ellos dijo que el otro era su primo, que era mayor que él, y que había asesinado al sacerdote para robarle el dinero que había conseguido en su recorrido por los pueblos, que por cierto no era mucho.
Las autoridades, acompañadas de los reos, acudieron a la casa del religioso y encontraron el dinero y el puñal que había servido para ultimar al pobre hombre. 
Una vez descubiertos, los asesinos alegaron que el móvil del crimen no había sido el robo del dinero, sino que se trataba de una venganza por el mal trato que el sacerdote les había dado en el tiempo que estuvieron a su servicio trabajando por los pueblos.
De nada les valió tan torpe excusa, se les acusó, formalmente, de ser los responsables de tan cobarde homicidio y se les sentenció a la horca y a que les fuesen cortadas ambas manos.
Los chicos consiguieron abogados defensores que lograron que la sentencia fuese interrumpida en varias ocasiones.
El juicio duró cerca de cinco años. Pero al final venció la justicia y los acusados fueron ahorcados, y sus manos cortadas y exhibidas en la morada del sacerdote donde había ocurrido el triste suceso.
Las manos asesinas se colgaron del muro exterior de la casa del Callejón de la Alfalfa que era solitario, oscuro, triste y tenebroso. Desde entonces, el callejón recibió el nombre del Callejón de las Manitas.
Todas las personas tenían miedo de pasar por tal callejón; si era necesario caminar por él, se entraba rezando una oración que no debía finalizar sino hasta haberlo cruzado totalmente.
Alguna persona piadosa o fastidiada del olor de las manitas podridas, las quitó un día del muro… pero, ¡Oh prodigio, al otro día volvieron a aparecer! Y así sucedió por mucho tiempo: si las manitas se quitaban, al poco tiempo volvían a aparecer colgadas en el muro. 
Pasaron los siglos y el prodigio persistía; hasta que un buen día el barrio se modernizó, el callejón se convirtió en una vía ancha… y ¡las manitas nunca más se volvieron a ver!
Sin embargo, la leyenda nos dice que en el lugar donde antes estuviese la famosa casa del sacerdote, en las noches del mes de noviembre se ven flotar en el espacio cuatro manos esqueléticas que tratan de encontrar el muro del que fueran colgadas; asimismo, puede verse el fantasma de un sacerdote pequeño y triste, vestido con una vieja y raída sotana, que aparece por la calle y desaparece al doblar la esquina.
Si usted no cree en lo relatado, vaya a la ciudad de San Luis Potosí, localice el lugar donde estuviera el antiguo Callejón de la Alfalfa, y trate de cruzarlo una noche de noviembre… le aseguro que se llevará un tremendo susto.

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