lunes, 28 de abril de 2014

CARTA DE UN ANCIANO



Muy fino amigo:


Principio las líneas de esta carta para agradecerle su visita... ¡Recibimos tan pocas...! pero en fin, no debo quejarme, antes bien, agradezco a Dios por tantos y tantos años de vida que me ha    otorgado.


Cumplí ya seis años en este asilo donde por mi propia voluntad me he confinado.


He conocido en esta larga estancia a muchos viejos y muchas ancianitas y aunque sabemos que nuestra estancia en este mundo es ya corta, eso no ha impedido que hayamos llegado a estimarnos y extrañar a los que se van yendo; el día que hay una defunción se respira aquí un silencio impresionante.


Mi estancia en el mundo exterior era ya insostenible; creo que fue un error el haber invitado a mi hijo y a su familia a vivir en mi casa cuando enviudé...

Pero me apenaba que él, a pesar de pisar ya en los cuarenta, no tenía un ingreso fijo y mis nietos corrían el mismo peligro que él, de quedarse sin estudiar...

Por otra parte, mi nuera se había comportado con respeto hacia mí, por lo que decidí ayudarlos; me decía: "Tal vez sea lo último que haga en mi vida"...

Cuando ellos hubieron tomado posesión de la casa, poco a poco fui perdiendo terreno, les molestaba que yo oyera mis canciones antiguas, e iban hacia mi consola y sin ninguna explicación las cambiaban por canciones modernas que sencillamente no aguanto, pero que ellos preferían...


Poco a poco fueron desapareciendo los retratos de mis padres, de mi esposa, los de los niños de mis hijos, e incluso los míos.


Les molestaba mi incipiente sordera la cual no me impedía oírlos cuchichear que yo era un viejo desaseado y latoso y se lamentaban de que no me muriera pronto...

Me parecieron injustificados los calificativos sobre mi persona, ya que si algo bueno tengo es ser pulcro y no tratar de molestar a nadie.


Mi pensión y el modesto capital que logré acumular me permitían antes de que ellos llegaran, tener la alacena y el refrigerador bien surtidos, pero ya instalados ellos en la casa, apenas y me dejaban algo de comer y eso con malas caras cuando yo consumía lo que había adquirido con mi dinero.



Varios años pasé así y aunque a veces estaba a punto de estallar los disculpaba argumentando que eran parte de mi propia sangre...


No obstante mi sufrimiento, logré que mis nietos obtuvieran un título, pero no logré que fueran, si no agradecidos, siquiera respetuosos conmigo.



En los últimos tiempos habitaba yo el cuarto de servicio, fuera de la casa, lugar que me había destinado mi nuera...


En virtud de que difícilmente podía caminar para ir al banco a cobrar mi pensión o los retiros de dinero que yo necesitaba, les pedía a ellos ya fuera que me acompañaran o les pedía que me cambiaran algún cheque; porque me acompañaban, tenía que pagarles, y de los cheques, me entregaban siempre cantidades menores a las retiradas.


El fracaso personal y la debilidad de carácter de mi hijo convirtieron a aquella familia en un matriarcado.


En una ocasión en que me enfrenté a esa mujer y le reclamé su actitud y su injusticia e incluso la amenacé con lanzarla de la casa en compañía de sus hijos, me respondió que la propietaria de la casa era ella y que el que tenía que largarse era yo... Mi hijo me rogó que no ingresara al asilo y a pesar de que incluso débilmente me defendió ante ella, el estuvo también en peligro de ser lanzado igual que yo de esta morada que yo construí con el trabajo de los mejores años de mi juventud...

Estoy tranquilo; se me trata bien. Me apena y me inquieta únicamente el que yo no pueda proyectar algo para el mañana porque la organización de la institución está a cargo de las autoridades de la misma...


Aquí es uno completamente dependiente y aun cuando la mayoría de los internos somos seniles y nuestro cerebro ya no tiene capacidad de un juicio claro, algunos que como yo, -perdonando un juicio presuntuoso-, tenemos aún la mente lúcida, sufrimos porque nos tratan a todos igual y no se toman en cuenta algunas opiniones sobre modificaciones y mejoras al sistema, que en ocasiones respetuosamente sugerimos.


Ocasionalmente, más por interés que por amor viene a visitarme mi hijo y siempre lo ayudo; sin embargo, he hecho las diligencias necesarias para que el día que el Señor me llame, que creo que ya será pronto, mi modesto capital y mi casa, pasen a poder del fideicomiso que maneja este asilo, donde yo y muchos como yo hemos venido a vivir en paz, a refugiarnos en los últimos días de la vida.

No es una venganza contra mi nuera, es solamente un acto de justicia póstumo; y para mi hijo, que ya comienza a enfilar por el escabroso camino de la vejez, es la enseñanza de que ya es tiempo de que pueda valerse por si mismo y hacerse un hombre de carácter...


Y a usted, que ha tenido la gentileza de leer esta carta, le pido que les dé una ayuda a los ancianos de este asilo que necesitan de ella y que están muy solos en el mundo...

Les paso este caso de la vida real, y... ¡ayuden a los viejitos de los asilos!

Si los más jóvenes nos ponemos a pensar que un día llegaremos al invierno de nuestras vidas y que quizás estemos en una situación parecida a este relato, tal vez esto no pasaría con tanta frecuencia.


Debemos respetar a los ancianos, ya que ellos son un manantial de sabiduría y experiencia...

¡Que Dios los bendiga!

Gracias.

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