viernes, 11 de abril de 2014

VENGAN POR SU MEDIO



Había en tiempos pasados al norte de Valladolid, hoy Morelia un pueblo de pocas almas llamado “De los Urdiales” con su iglesia churrigueresca y su cementerio poblado de cipreses, en torno del cual se sembraban los campos vecinos que se extendían a los lados del río Grande. El panorama era incomparable.

El altísimo monte Quinceo hundiendo su cumbre entre las nubes, sirve de fondo al paisaje. Por todos lados los sauces y fresnos mirándose en las limpias aguas que corre manso de oriente a poniente. Los campos del valle coronados de doradas espigas y esmaltados girasoles, rosas de San Juan, Estrellas de San Nicolás y de Cinco Llagas. Las puestas del sol tras las cadenas de azules montañas, encendiendo las nubes y tiñéndolas de oro y grana, dan al ambiente una transparencia que encanta y subyuga el alma.

Allí vivía en cómoda casa señorial el administrador de la hacienda del “Quinceo” que dista muy poco de ese lugar. Era don Juan de la Cadena Figueroa, de esos hidalgos arruinados que se venían de España a México a trabajar para reponer sus caudales, ya por medio del trabajo, ya contrayendo matrimonio con la única hija del hombre dueño de una hacienda rica, que era lo más frecuente. En este caso se hallaba Juan de la Cadena, había sido ocupado en calidad de administrador, a poco de haber llegado de España, por don Pedro de la Coruña, conde de la Sierra Gorda, residente de Valladolid.

Tenía don Pedro una hija muy bonita, alta, delgada, rubia, de ojos azules, mejillas como pétalo de rosas, flexible, esbelto como una palma, de alma pura y delicada de serena y musical palabra, diestro en las labores de mano como en el cuidado del rango y de su casa. Don Pedro se miraba en la niña de sus ojos y la cuidaba en extremo. Pocas tertulias y muy escogidas, raras salidas a pie, casi sólo para ir a misa y al coro del vecino Templo de las Rosas. Muchos paseos por los pintorescos alrededores de la ciudad, pero en coche y sin detenerse, constituían la sal de la vida de doña Luz de la Coruña, condesa de la Sierra Gorda. El iluso administrador don Juan de la Cadena, puso sus atrevidos ojos en la belleza de su noble señora, sin ver que aparte de ser un pobrete su alcurnia distaba mucho de la de doña Luz y que por tanto, para pretenderla, era preciso cuando menos contar con una fortuna igual a la suya. Para obtener esa fortuna no perdía medio lícito o ilícito. Sembraba y cosechaba abundantes mieses que luego vendía oportunamente caras en el mercado. Criaba y cebaba ganado de donde sacaba pingües ganancias. Cultivaba una hermosa raza de caballos Árabes que había traído de España y que en todas las ferias del país vendía a los mejores precios. Prestaba dinero a rédito bastante elevado que dándose luego con los ranchos y casas que servían de garantía, en caso de no poder el deudor pagar el dinero prestado. Más no era esto todo lo más grave, sino que por mucho tiempo, por esto o por aquello, había rebajado en las rayas de los peones de la hacienda que administraba, medio real. Al señor conde le decía que aquel medio era un ahorro que cada peón quería hacer para casarse, curarse o satisfacer cualquier otra necesidad que a lo mejor se le ofreciese. Y en seguida aquel dinero iba a dar a la usura.

De modo que al cabo de algún tiempo, logró hacer un caudal bastante considerable para poder presentarse como pretendiente de la mano de doña Luz de la Coruña, condesa de la Sierra Gorda.

Sin embargo, el pobre administrador, aunque hidalgo de la montaña de Santander, no podía presentar títulos que compitiesen con los claros timbres de los señores de la Coruña. Así es que cuando intentó pedir al señor conde la mano de su hija, le fue negada rotundamente a pesar de sus caudales y no sólo eso, sino que fue hasta destituido de la administración de la hacienda. Este desengaño le impreciono tanto que poco a poco fue languideciendo, hasta que cayó en cama preso de mortal dolencia. Recibió los últimos auxilios espirituales y antes de que pudiera restituir lo que había quitado injustamente a los demás, falleció en una noche de tormenta.

Pasó algún tiempo. Los herederos del administrador vendieron su herencia para volver a España, dejando la casa señorial que ocupaba en el pueblo de los Urdiales. Todo el mundo la designaba con el nombre de: “La casa del usurero” De entonces acá, estuvo siempre cerrada con sus zaguán asegurado, mostrando amenazantes mascarones de enmohecido bronce. Más en las noches de tormenta, cuando el viento zumbaba entre los árboles y cipreses del cementerio, cuando las nubes derrochaban torrentes de destructora agua, se iluminaba la casa, se abría el zaguán asegurado y aparecía la sombra de Juan de la Cadena montado en su caballo blanco y gritando con una voz apagada y fría: “Vengan hombres por su medio” y así caminaba hasta el Quinceo gritando sin que nadie acudiese a su llamado.

Al cabo de una hora volvía a la casa De los Urdiales, al sonar el viejo reloj de la catedral la una de la madrugada. Se metía en la casa dando su último y destemplado grito al viento y cerrándose tras él, la puerta con sus amenazantes mascarones de oxidado bronce. Y solo quedaba el silencio…  

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