Cuando
el poderoso emperador Moctezuma quiso saber dónde estaban sus antepasados llamó
a su primer ministro y le dijo:
-Quiero saber dónde viven los
antepasados del antiguo pueblo de Anahuac. ¿Dónde estará Quetzalcóatl, dónde la
madre de Huítzilopochtli, dónde los fundadores de la gran Tenochtitlán?
-Señor –dijo el primer ministro–, lo
que pides es imposible, esos santos varones y la madre de Huitzilopochtli viven
en la lejana Tula, en la ciudad maravillosa, y absolutamente nadie puede llegar
allí; el camino está cerrado y rodeado de bestias espantosas, océanos sin fondo
y terribles peligros. Sólo por medio de poderes extraordinarios podríamos saber
algo sobre nuestros antepasados.
Entonces, decidió consultar al antiguo
historiador del Imperio y, según cuenta la leyenda se fue al pasado y se
encontró cara a cara con un viejo inmortal a quien le preguntó:
-Dime buen anciano, ¿dónde viven hoy
Quetzalcóatl, la madre de Huitzilopochtli y todos los santos varones de los
antiguos tiempos?
-Poderoso emperador, ellos viven en la
lejana Tula -le respondió el anciano. -Quisiera llegar allá –dijo del gran
emperador.
-El camino está cerrado, no es
posible; sólo introduciendo el cuerpo por medio de poderes extraordinarios
dentro de la cuarta vertical podríais llegar a ese lugar.
Así, el anciano historiador le
comprobó a Moctezuma que lo que le había dicho el primer ministro era verdad y
regresó al palacio.
Días después, convocó al pueblo y a
los sesenta ancianos, y les dijo:
-Quiero saber dónde viven los Dioses
de Anahuac, quiero saber algo sobre Quetzalcóatl, sobre la madre de
Huitzilopochtli y sobre todos esos santos y heroicos varones fundadores de la
gran Tenochtitlán. Ustedes, ancianos, tienen la sabiduría que se necesita, les
encomiendo esa labor y que lleven estos presentes para la tierra sagrada de la
lejana Tula -y entregándoles los presentes, continuó-. Márchense.
Dice la leyenda que los sesenta se
prepararon con mucho ayuno y abstinencia, impregnaron sus cuerpos con hierbas,
y luego, haciendo sus mágicos círculos y usando sus poderes, metieron su cuerpo
físico dentro de la cuarta vertical.
Viajaron por la dimensión desconocida
hasta la lejana Tula. Al llegar ahí, preguntaron al anciano por los heroicos
fundadores, y éste los condujo hasta el lugar donde estaba viviendo
Quetzalcóatl y todo su séquito de heroicos y nobles varones mexicanos. Cuando
marchaban hacia las casas de los legendarios señores, los pies de los sesenta
se hundían en la arena y se les hacía difícil caminar.
-¿Qué pasa? -preguntó el anciano a los
sesenta-o ¿Por qué no pueden caminar? ¿Qué es lo que comen ustedes? ¿Qué es lo
que beben?
Los sesenta respondieron:
-Señor, nosotros bebemos mucho pulque
y nos embriagamos, comemos carnes de caza y también fornicamos.
-Es por eso, ilustres varones -dijo él
anciano-, que se les dificulta caminar en este lugar, vuestros presentes no son
necesario para nosotros, porque vivimos una vida modesta, dormimos en el duro
yermo y no necesitamos lujo.
En ese momento, una anciana salió al
encuentro de los sesenta. Llevaba la cara tiznada con carbón, sucia y su
vestido estaba todo rasgado. Era la madre de Huitzilopochtli, la deidad fundadora
de la gran Tenochtitlán, era la divina madre triste porque su hijo había caído
por la fornicación.
-Estoy triste -dijo ella-y así lo
estaré hasta que mi hijo regrese, es decir, hasta que se eleve, se regenere,
hasta que suba del lodo de la Tierra. Ustedes, si continúan así como van -dijo
la madre de Huitzilopochtli-, pronto serán conquistados por hombres blancos y
barbudos que vendrán del otro lado del mar y los destruirán -refiriéndose a los
conquistadores de España.
Los sesenta conversaron con Quetzalcóatl
y recibieron distintas enseñanzas. Después, la madre de Huitzilopochtli les
entregó un braguero (símbolo de castidad) para que ellos, a su vez, se lo
entregaran al poderoso Moctezuma, y los despidió haciéndoles llevar tan duro
mensaje al emperador.
Regresaron los sesenta por entre la
cuarta vertical, aunque algunos de ellos murieron durante el trayecto; pero
quienes lograron volver a la gran Tenochtitlán, entregaron el mensaje al
poderoso emperador. Entonces, él y su primer ministro, llenos de dolor, hablaron
al pueblo para que dejaran la embriaguez del pulque y para que entraran por el
camino de la regeneración. Pero todo fue inútil, ya la poderosa civilización
solar que alguna vez había resplandecido en la gran Tenochtitlán y en otras
ciudades cercanas había entrado en el proceso de decadencia.
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