En
San Luis Potosí vivía una muchacha muy bonita llamada Claudia. Pertenecía a una
familia de las llamadas de abolengo bastante rica. Claudia vivía con su madre,
pues era huérfana de padre, y su hermano mayor también había muerto cuando era
pequeña. La joven era, además de bella, alegre y muy elegante.
Siendo casi una adolescente
conoció a Rodolfo y ambos se enamoraron. Para ella él era su primer novio y su
primer amor. Fueron novios por muchos años y acabaron comprometiéndose en
matrimonio. Cuando Rodolfo le pidió a Claudia que se casaran le regaló un anillo
de oro blanco con una enorme acerina negra, anillo que había pertenecido a la
abuela del muchacho y era muy antiguo. El enamorado le pidió a la enamorada que
le quisiera por siempre pasara lo que pasase: y ella, muy apasionadamente juró
cumplir el juramento de amarlo por toda la vida.
Habían escogido para
casarse el Templo de San Miguelito. El día de la boda Claudia se presentó en la
iglesia portando un maravilloso vestido de novia lleno de encajes traídos
especialmente desde la ciudad de Brucelas en Bélgica. Llegó y esperó a un novio
que nunca llegó. Al principio la joven reía y esperaba pacientemente la llegada
del prometido, pero éste no llegó nunca.
Los invitados que esperaban la ceremonia empezaron a murmurar acerca de tan
extraña situación, muchos opinaban que Rodolfo se había arrepentido y había
sacado el bulto a la situación. Otros pensaban que tal vez hubiese muerto o lo
hubiesen asesinado. Al final nadie supo que había pasado con el prometido y la
boda no se celebró.
Ante este terrible plantón,
Claudia se volvió loca y, vestida de novia acudía al Jardín de San Miguelito o
a la Plaza de Armas, para sentarse en un banco en espera de que Rodolfo se presentara
para casarse con ella. Si llegaba a ver a algún joven parecido al ingrato le
gritaba: – ¡Rodolfo, por qué tardaste tanto en venir si tenemos que casarnos
como me prometiste! Ante estos gritos destemplados de la loca, algunos
muchachos se detenían y la consolaban, otros se burlaban y hasta abusaban de
ella.
Las personas empezaron a
llamarla La Loca Zulley, que era como se apellidaba. Y la pobre mujer, con el
vestido de novia sucio y andrajoso, seguía gritándole a los hombres: ¡Ven,
Rodolfo, ven a mí!
Esta situación duró por
muchos años, hasta que La Loca se murió de amor. Su madre la enterró en el
Panteón llamado El Tecuán el cual curiosamente se encontraba atrás del Templo
de San Miguelito.
Cuando el panteón
desapareció para dar lugar a la construcción de la Escuela Manuel José Othón,
un joyero del Mercado de la Merced se encontró con el anillo de oro blanco y
acerina, y decidió dárselo a la Virgen de la Soledad quien lo luce en el dedo
anular de la mano izquierda.
De Rodolfo nunca se supo
que le sucedió y que le impidió asistir a su boda: ¿desamor, miedo o la muerte?
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