Cuenta
una leyenda juchiteca que, hace mucho tiempo en los primeros días de la
conquista espiritual de los españoles en Oaxaca, vivía en el agua de un río una
bella tortuga que tenía una concha muy bonita y muy brillante que todos los
habitantes del pueblo de Juchitán admiraban. Era tan bonita que los nuevos
creyentes se la llevaban como ofrenda a San Vicente en su iglesia del pueblo.
Con el fin de obtenerla,
las personas esperaban, pacientemente, a que saliera del agua, o bien la
apresaban directamente del agua, para llevársela al santito. Cada día que se
celebraba una fiesta religiosa de importancia, todos iban a la caza se la tortuga.
Ya que atrapaban a la
bonita, pobre, lenta y torpe tortuga, la ponían en la parte baja del altar del
santo. Como entonces la tortuga tenía la cola larga, los fieles le acercaban
una llama de vela a ésta para que al sentir la quemadura, la tortuga se apresurara
a subir hasta la parte alta del altar junto a San Vicente. Cuando se asustaba
por la quemadura, la infeliz tortuga escondía la cabeza, las patas, y la cola
dentro de su carapacho para defenderse; pero era peor porque entonces los
creyentes le acercaban más la llama.
En
cierta ocasión, el santo se dio cuenta de lo que le hacían a la bella tortuga y
tuvo mucha lástima de ella. Delante de los feligreses reunidos en misa, bajoó
dos escalones de su altar y la tomó en sus manos. Rápidamente la tortuga escondió
su cabeza apenada, y con voz suplicante le pidió a San Vicente que la hiciera
fea, para que así ya nadie quisiera cazarla para ofrendarla al santito.
Entonces, el santo, sin
mediar una palabra le hizo grandes ojos, su cabeza la termino en punta y le transformó
la concha brillante en opaca.
Sintiéndose ya fea, la
tortuga bajó del altar y volvió a las aguas del río. Desde entonces nadie más
quiso llevarla como ofrenda, pues la encontraban fea. Y si alguien se la llega
a encontrar, la nueva tortuga, pudorosa, esconde la cabeza en su caparazón,
feliz de ya no sufrir más quemaduras.
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