Cuentan los abuelos de
Tlayacapan que en tiempos muy remotos existió una muchacha mucho muy bella, tan
hermosa era que cuando un día la vio Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada,
quedó enamorado de ella y la hizo suya. A resultas de ello, la joven resultó
embarazada.
Al enterarse los padres se llevaron
una fuerte impresión y disgusto. Decidieron que lo mejor era mantener encerrada
a la hija durante los nueve meses que durara su preñez.
Cuando el niñito nació, los padres, carentes de buenos sentimientos,
ordenaron que se llevaran al niño, y lo ataran a las pencas de un maguey para
que se pinchase con las espinas y muriese.
Sin embargo, el maguey que era mucho
más caritativo que los crueles padres, se compadeció del nene, bajó sus espinas
para que no lo dañasen, y lo alimentó con el rocío que recibían sus grandes
pencas, como se lo había indicado el dios Quetzalcóatl.
Al enterarse el padre de
que su nieto no había muerto, ordenó a sus sirvientes que llevasen al niño a un
hormiguero, a fin de que las hormigas lo picasen hasta que muriera.
Pero Quetzalcóatl estaba vigilante, y
al enterarse de lo ordenado por el mal padre, indicó a las hormiguitas que
alimentasen al chico con migajas de pan. Después, les dijo a las hormigas que
colocaran al niño en una canasta y lo echaran al río.
La corriente del agua se
fue llevando la canasta, hasta que llegó a una orilla donde una mujer anciana
estaba lavando ropa.
Al ver la canasta sacó de ella al nene
con mucho cuidado y se fue a su casa con el propósito de enseñárselo a su
marido.
Después de mucho indagar si el retoño
pertenecía a alguien que lo hubiese perdido, y como parecía que no pertenecía a
nadie, la pareja de viejos decidió quedárselo.
Pasaron los años, y en el transcurso
de ellos el niño fue muy bien atendido. Así fue como creció el hijo del viento:
Quetzalcóatl.
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