Una muchacha
llamada Tzintzin que vivía en un pueblo de la Meseta Tarasca, iba todos las
tardes a acarrear agua en un cántaro hasta un manantial.
Debido a que era
deslumbrantemente hermosa, los hombres de su comunidad la asechaban y le decían
muchos piropos con el fin de conquistarla, aunque todos sabían que Tzintzin
estaba enamorada de un muchacho de nombre Quanicoti, de oficio cazador.
Ambos jóvenes se
encontraban en el camino que conducía al manantial, que estaba situado en medio
de una increíble vegetación en donde destacaban las flores de todos los colores
y clases.
Ahí los chicos pelaban
la pava sin ser molestados. Cuando ellos se encontraban curiosamente las
plantas eran más verdes y las flores mucho más fragantes que de costumbre.
Tan enamorados estaban
que el tiempo transcurría rápidamente para ellos, lo que a veces ocasionaba que
Tzintzin se retardara en su cometido.
Debido a sus continuos
retrasos, sus padres la amonestaban.
En una de sus citas
amorosas se les hizo más tarde que de costumbre, el Sol estaba ya por meterse.
Cuando Tzintzin se dio
cuenta, se puso a temblar de angustia, pues aún le faltaba acarrear el agua en
su cántaro.
Presa del miedo, se puso
a rogarle al Sol que le ayudara a encontrar un lugar más cercano de donde
obtener el agua, ya que el manantial quedaba aún bastante lejos, y sus padres
la iban a medio matar.
Ante tan angustiada y
devota súplica, apareció un hermoso colibrí cerca de las flores, agitando sus
pequeñas alas.
En seguida Tzintzin se
percató de que se trataba de un dios, dado que era un colibrí muy especial, más
bello y más majo que cualquiera que antes hubiese visto la muchacha. Alumbrada
por los últimos resplandores del Sol, Tzintzin vio que de las plumas del
pajarito caían gotas de agua que brillaban como cristales de roca muy pulidos.
La señal divina había
llegado, la joven se acercó a unos matorrales y vio que escondido se encontraba
un pozo de agua muy profundo. Tzintzin tomó su vasija y la llenó completamente
de esa agua tan clara y maravillosa.
Al llegar a su casa, sus
padres estaban maravillados de tanta agua como su hija había llevado, pues
nunca solía el cántaro estar lleno a rebosar.
Pensaron: -¡Ha de haber
sido Quanicoti que le ayudó a obtener al agua! Sin embargo, Tzintzin les aclaró
que había encontrado un pozo de agua mucho más cerca del manantial, en un
camino conocido por todos los habitantes del pueblo. Inmediatamente todos se
enteraron del nuevo pozo, al que bautizaron con el nombre de Quiritzícuaro, la
Gran Fuente, por lo profundo y abundante que era.
Los jóvenes acudían
muchas veces a ese lugar, muy contentos por haber descubierto el pozo del que
obtenían agua no solamente los habitantes de su pueblo, sino de otros
aledaños.
Mientras los jóvenes
intercambiaban promesas de amor eterno, que quien sabe si cumplirían, el Sol en
el alto Cielo sonreía satisfecho de su obra.
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