Cuenta la leyenda que corría el año de 1600 y a la
capital de la Nueva España, continuaban llegando mercaderes, aventureros y no
pocos malhechores, personas corruptas que venían al Nuevo Mundo con el fin de
enriquecerse como lo habían hecho los conquistadores. Uno de esos hombres que
llegaba a la capital de la Nueva España con el fin de dedicarse al comercio,
fue Don Carlos de Alvarado, que tenía un negocio de víveres y géneros en las
islas Filipinas, pero ya por falta de buen negocio o por querer abrirle buen
camino en la capital de la Nueva España a su hijo, del mismo nombre, arribó
cierto día de aquel año a la ciudad.
Después de recorrer algunos barrios de la antigua
Tenochtitlán, don Carlos de Alvarado se fue a radicar en una casa modesta, allá
por el rumbo de Tlatelolco y ahí mismo instaló su tienda que atendía con la
ayuda de su hijo, un recio mozo de buen talante y alegre carácter.
Tenía don Carlos de Alvarado a un buen amigo y
consejero en la persona de su ilustrísima, el Arzobispo Fray García de Santa
María Mendoza, quien solía visitarlo en su comercio para conversar de las cosas
de las Filipinas y de Easpaña, pues eran nacidos en el mismo pueblo. Ahí
platicaban al sabor de un buen vino y de relatos que de las islas del Pacífico
contaba el comerciante.
Todo iba viento en popa en el comercio que don Carlos
decidió ampliar y darle variedad a su negocio, para lo cual envió a su joven
hijo al puerto de Veracruz y a las costas de la región de más al sureste.
Quiso la mala suerte que enfermara el hijo de don
Carlos y que llegara a tal grado su enfermedad que se temió por su vida. Así lo
dijeron los mensajeros, que informaron, que era imposible trasladar al enfermo
en el estado que se hallaba y que sería cosa de medicinas adecuadas y de un
milagro, para que el joven enfermo se salvara.
Lleno de dolor por la enfermedad de su hijo y temiendo
que se muriese, don Carlos de Alvarado se arrodillo ante la imagen de la Virgen
y prometió ir caminando hasta el santuario del cerrito, si su hijo se aliviaba
y podía regresar a su lado.
Semanas más tarde el muchacho entraba en la casa de su
padre, pálido, convaleciente, pero vivo, y su padre feliz lo estrecho entre sus
brazos.
Vinieron tiempos de bonanza, el comercio caminaba con
la atención esmerada de padre e hijo y con esto, don Carlos olvido su promesa,
aunque de cuando en cuando, sobre todo en las noches en que contaba y recontaba
sus ganancias, una especie de remordimiento le invadía el alma al recordar la
promesa hecha a la virgen.
Al fin un día envolvió cuidadosamente un par de
botellas de buen vino y se fue a visitar a su amigo y consejero, el Arzobispo
Fray García de Santa María Mendoza, para hablarle de sus remordimientos, de la
falta de cumplimiento a la promesa hecha a la virgen, de lo que sería
conveniente hacer, ya que de todos modos le había dado las gracias a la Virgen
rezando por el alivio de su vástago.
-“Bastará con eso”- dijo el sacerdote, -“Si ya rezaste
a la Virgen, dándole las gracias, pienso que no hay necesidad de cumplir lo
prometido”-
Don Carlos salió de la cas arzobispal muy complacido,
volvió a su casa, al trabajo y al olvido de aquella promesa de la cual lo había
relevado el Arzobispo.
Pero cierto día, apenas despuntó el sol, el Arzobispo
Fray García de Santa María Mendoza iba por la calle de la Misericordia, cuando
se topó con su viejo amigo don Carlos de Alvarado, que pálido, ojeroso, cadavérico
y con una túnica blanca que lo envolvía, caminaba rezando con una vela
encendida en la mano derecha, mientras su enflaquecida mano izquierda
descansaba sobre su pecho.
El Arzobispo lo reconoció enseguida y aunque estaba más
pálido y delgado que la última vez que se habían visto, se acercó para
preguntarle:
-“¿A dónde vas a estas horas, amigo Alvarado?”-
-“A cumplir con la promesa de ir a darle las gracias a
la Virgen”- respondió con voz cascada, hueca y tenebrosa, don Carlos de
Alvarado.
No dijo más y el prelado lo miró extrañado de pagar la
manda, aun cuando él lo había relevado de tal obligación.
Esa noche el Arzobispo decidió ir a visitar a su
amigo, para pedirle que le explicara el motivo por el cual había decidido ir a
pagar la manda hasta el santuario de la Virgen en el lejano cerrito y lo
encontró tendido, muerto, acostado entre cuatro cirios, mientras su joven hijo
Carlos lloraba ante el cadáver con gran pena.
Con mucho asombro el prelado vio que en sudario con
que habían envuelto al muerto, era idéntico al que le viera vestir esa mañana y
que la vela que sostenían sus agarrotados dedos también era la misma.
-“Mi padre murió al amanecer”- dijo el hijo entre lloros
y gemidos dolorosos –“Pero antes dijo que debía pagar no se, que promesa a la
Virgen”-
Esto acabó de comprobar el Arzobispo, que don Carlos
de Alvarado ya había muerto cuando dijo haberlo encontrado por la calle de la
Misericordia.
En el ánimo del sacerdote se encendió la llama de la
duda y la culpa de aquella alma hubiese vuelto al mundo para pagar una promesa
que él le había dicho que no era necesario cumplir.
Así pasaron los años.
Carlos, el hijo de aquel próspero comerciante llegado
de las Filipinas, se casó y se marchó de la Nueva España. Hacia la Nueva
Galicia. Pero el alma de su padre continuó hasta terminando el siglo,
deambulando con una vela encendida, cubierto con el sudario amarillento y
carcomido.
Desde aquel entonces, la gente llamó a la calle de
esta historia, “El callejón del muerto”
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