domingo, 13 de julio de 2014

EL CALLEJÓN DEL MUERTO



Cuenta la leyenda que corría el año de 1600 y a la capital de la Nueva España, continuaban llegando mercaderes, aventureros y no pocos malhechores, personas corruptas que venían al Nuevo Mundo con el fin de enriquecerse como lo habían hecho los conquistadores. Uno de esos hombres que llegaba a la capital de la Nueva España con el fin de dedicarse al comercio, fue Don Carlos de Alvarado, que tenía un negocio de víveres y géneros en las islas Filipinas, pero ya por falta de buen negocio o por querer abrirle buen camino en la capital de la Nueva España a su hijo, del mismo nombre, arribó cierto día de aquel año a la ciudad.

Después de recorrer algunos barrios de la antigua Tenochtitlán, don Carlos de Alvarado se fue a radicar en una casa modesta, allá por el rumbo de Tlatelolco y ahí mismo instaló su tienda que atendía con la ayuda de su hijo, un recio mozo de buen talante y alegre carácter.

Tenía don Carlos de Alvarado a un buen amigo y consejero en la persona de su ilustrísima, el Arzobispo Fray García de Santa María Mendoza, quien solía visitarlo en su comercio para conversar de las cosas de las Filipinas y de Easpaña, pues eran nacidos en el mismo pueblo. Ahí platicaban al sabor de un buen vino y de relatos que de las islas del Pacífico contaba el comerciante.

Todo iba viento en popa en el comercio que don Carlos decidió ampliar y darle variedad a su negocio, para lo cual envió a su joven hijo al puerto de Veracruz y a las costas de la región de más al sureste.

Quiso la mala suerte que enfermara el hijo de don Carlos y que llegara a tal grado su enfermedad que se temió por su vida. Así lo dijeron los mensajeros, que informaron, que era imposible trasladar al enfermo en el estado que se hallaba y que sería cosa de medicinas adecuadas y de un milagro, para que el joven enfermo se salvara.

Lleno de dolor por la enfermedad de su hijo y temiendo que se muriese, don Carlos de Alvarado se arrodillo ante la imagen de la Virgen y prometió ir caminando hasta el santuario del cerrito, si su hijo se aliviaba y podía regresar a su lado.

Semanas más tarde el muchacho entraba en la casa de su padre, pálido, convaleciente, pero vivo, y su padre feliz lo estrecho entre sus brazos.

Vinieron tiempos de bonanza, el comercio caminaba con la atención esmerada de padre e hijo y con esto, don Carlos olvido su promesa, aunque de cuando en cuando, sobre todo en las noches en que contaba y recontaba sus ganancias, una especie de remordimiento le invadía el alma al recordar la promesa hecha a la virgen.

Al fin un día envolvió cuidadosamente un par de botellas de buen vino y se fue a visitar a su amigo y consejero, el Arzobispo Fray García de Santa María Mendoza, para hablarle de sus remordimientos, de la falta de cumplimiento a la promesa hecha a la virgen, de lo que sería conveniente hacer, ya que de todos modos le había dado las gracias a la Virgen rezando por el alivio de su vástago.

-“Bastará con eso”- dijo el sacerdote, -“Si ya rezaste a la Virgen, dándole las gracias, pienso que no hay necesidad de cumplir lo prometido”-

Don Carlos salió de la cas arzobispal muy complacido, volvió a su casa, al trabajo y al olvido de aquella promesa de la cual lo había relevado el Arzobispo.

Pero cierto día, apenas despuntó el sol, el Arzobispo Fray García de Santa María Mendoza iba por la calle de la Misericordia, cuando se topó con su viejo amigo don Carlos de Alvarado, que pálido, ojeroso, cadavérico y con una túnica blanca que lo envolvía, caminaba rezando con una vela encendida en la mano derecha, mientras su enflaquecida mano izquierda descansaba sobre su pecho.

El Arzobispo lo reconoció enseguida y aunque estaba más pálido y delgado que la última vez que se habían visto, se acercó para preguntarle:

-“¿A dónde vas a estas horas, amigo Alvarado?”-

-“A cumplir con la promesa de ir a darle las gracias a la Virgen”- respondió con voz cascada, hueca y tenebrosa, don Carlos de Alvarado.

No dijo más y el prelado lo miró extrañado de pagar la manda, aun cuando él lo había relevado de tal obligación.

Esa noche el Arzobispo decidió ir a visitar a su amigo, para pedirle que le explicara el motivo por el cual había decidido ir a pagar la manda hasta el santuario de la Virgen en el lejano cerrito y lo encontró tendido, muerto, acostado entre cuatro cirios, mientras su joven hijo Carlos lloraba ante el cadáver con gran pena.

Con mucho asombro el prelado vio que en sudario con que habían envuelto al muerto, era idéntico al que le viera vestir esa mañana y que la vela que sostenían sus agarrotados dedos también era la misma.

-“Mi padre murió al amanecer”- dijo el hijo entre lloros y gemidos dolorosos –“Pero antes dijo que debía pagar no se, que promesa a la Virgen”-

Esto acabó de comprobar el Arzobispo, que don Carlos de Alvarado ya había muerto cuando dijo haberlo encontrado por la calle de la Misericordia.

En el ánimo del sacerdote se encendió la llama de la duda y la culpa de aquella alma hubiese vuelto al mundo para pagar una promesa que él le había dicho que no era necesario cumplir.

Así pasaron los años.

Carlos, el hijo de aquel próspero comerciante llegado de las Filipinas, se casó y se marchó de la Nueva España. Hacia la Nueva Galicia. Pero el alma de su padre continuó hasta terminando el siglo, deambulando con una vela encendida, cubierto con el sudario amarillento y carcomido.

Desde aquel entonces, la gente llamó a la calle de esta historia, “El callejón del muerto”  


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