El esplendor económico y social del
imperio purépecha, bajo el reinado del venerable rey Ziguangua, se manifestaba
en la vida apacible y tranquila de sus habitantes.
Entre los consejeros, del viejo
monarca, destacaba Timas, respetable por sus opiniones y sugerencias
que fortalecían las decisiones de los nobles ancianos en beneficio de todo del
reino.
Timas tenía una hija llamada Eréndira
quien irradiaba la belleza de sus dieciocho años y particularmente su sonrisa
que la distinguía de todas las demás doncellas y que en mucho le ganaban la
admiración y cariño haciendo que en sus ojos negros se anidara también la
alegría del sol purépecha.
Entre los jóvenes admiradores de la
princesa estaba Nahuma, capitán general del ejército michoacano,
cuyos pensamientos se diluían en el viento y en las aguas del lago, en las
siluetas de las montañas, acompañados siempre de la imagen del bello rostro de
Eréndira.
La vitalidad del viejo rey Ziguangua
se consumió y como sucesor es nombrado su hijo Timzincha. Timas continuó
orientando con su sabiduría al nuevo monarca y Nahuma siguió al
frente de los jóvenes guerreros.
En los horizontes, a pesar de la vida
tranquila, se esparcen preocupantes noticias que hablan de bárbaros
invasores, enviados por dioses sedientos de venganza, que arrasan con sus
lenguas de fuego el esplendor de las casas de sus
ancestros.
Las canciones, cerca del lago, se
escuchan tristes, mientras los guerreros en silencio aprestaban sus
corazones para la lucha, inspirados en el orgullo de ser
una raza invencible.
El corazón de Eréndira se entristece
al imaginar que las cristalinas y frescas aguas que sentía en sus manos
pudieran teñirse de la sangre de sus hermanos y que el viento alegre
de los árboles fueran lamentos y gritos de dolor de los niños y
las doncellas o que el fuego renovador fueran crepitantes
burlas de dioses lejanos y desconocidos.
Las palabras que venían de lontananza
llenaban de zozobra los corazones de los guerreros. La luna salía temerosa y su
reflejo en el lago encontraba la firme mirada de Eréndira llena de deseo
de perpetuar en las nubes y en cielo la libertad de la tierra que la vio nacer.
Los invasores se acercaban y su
presencia no deseada se adhería en los pétalos de las flores, en las
lúgubres sombras de los bosques y en el agua cristalina de los arroyos.
En la sonrisa de la altiva princesa
se observaba una imperceptible mueca de odio que también se incrustaba en las
palabras que dirigía al venerable Timas: Padre mío: raíz de mi sangre no permitas
que la debilidad y el temor detengan el vuelo del espíritu guerrero de nuestras
águilas. Que nuestros hombres no dobleguen su deseo de defender estas tierras
para que nuestros hijos vivan en el eterno jardín de felicidad que nuestros
dioses prometieron. Que la mano que detendrá al enemigo no sea débil
y nunca haya deseo de estrechar esas manos que se han lavado con la sangre de
nuestros hermanos.
El viejo Timas miraba a la doncella,
se sentía orgulloso de ella y al hablarle buscaba que sus palabras le
trasmitieran la tranquilidad necesaria ante los temores que
invadían a todos:
Debemos ser pacientes hija mía,
esperemos el mensaje de nuestros enviados que están en las
fronteras de nuestro imperio. Deseamos que los invasores detengan sus ansias de
destrucción. Debemos proteger a nuestros descendientes y pedir a nuestras
divinidades que logren perpetuar los cantos floridos de paz y esperanza.
Eréndira, haciendo eco de las
palabras del noble Timas, se dirigía a las mujeres y niños orientándolos para
protegerse de las posibles agresiones y peligros a los que habría que
enfrentarse y ayudarse en los momentos más críticos de la lucha.
En el corazón de Nahuma, al dirigirse
hacía Taximaroa, repercutían las palabras de Eréndira; su ilusión por unirse
con la princesa estaba atada a la libertad misma que pudiera mantenerse en el
viento y tierras del imperio. La voz de su amada se había convertido en esencia
de la tierra misma, recordándole las promesas de amor en cada flor
que encontraba en el camino, en el vuelo del
águila o en el espejo de alguna laguna: Mi cuerpo entregaré si proteges
la inmaculada claridad de las aguas del reino, si cuidas que el enemigo no
destruya nuestras casas. Serán tuyos mis pensamientos y corazón por siempre
para ver el color de nuestras flores, de nuestros jardines y campos donde habrá
de crecer la semilla de libertad y amor donde nosotros
podremos ver crecer felices a nuestros hijos y
decirles que nunca nadie pudo mancillar nuestras tierras. Nahuma,
luchemos para proteger lo que es nuestro.
No muy lejos los conquistadores se
organizaron para enfrentar a los invencibles tarascos. Hernán Cortés
seleccionó a Cristóbal de Olid, a uno de sus mejores hombres, para
enfrentarlos.
Nahuma al frente del ejercito tarasco
llegó al pueblo de Taximaroa, cercano a los límites del imperio; el escenario
era tenso pues se percibía en el aire el deseo de defender al gran pueblo de
pescadores mientras los conquistadores alentados por los triunfos que habían
logrado en algunos pueblos indígenas y por la adhesión a su ejercito de otros
considerables grupos conquistados que se unían más la animadversión
y deseos de venganzas fratricidas, avanzaban sin temores hacía las tierras
tarascas.
Nahuma y sus acompañantes
corroboraban con sus ojos lo que habían escuchado: armas que lanzaban fuego y
muerte, gritos y miedo ante aquellos seres monstruosos que se sometían
inexplicablemente al cuerpo, manos y voz del bárbaro y se convertían en un
torbellino violento de destrucción.
La fuerza y decisión de los españoles
no encontraban obstáculo al acercarse al ejército que los esperaba y que daba
señales de una espera paciente y silenciosa.
Los centinelas del horizonte fueron
testigos de los esfuerzos para detener a costa de la propia vida a quienes en
sus manos llevaban una luz fulminante y principalmente aquellas bestias que los
dispersaron e hicieron huir o debilitaron sus manos y gritos de guerra.
La noticia de la derrota para quienes
habían mantenido su esencia guerrera invencible llegó al rey Tzimzincha, quien
buscó en sus consejeros el camino; sin evitarlo sus temores traicionaron el
ideal de quienes buscaban enfrentar nuevamente, allí en el corazón tarasco a
aquellos invasores que no se saciaban de la sangre derramada. El rey optó por
abandonar el pueblo y refugiarse en Uruapan.
Eréndira y Timas vieron tristemente
la actitud del monarca y ellos, decididos buscaron reunir a gente con espíritu
combativo y dispuesta a luchar por su tierra y amado pueblo.
Eréndira alentaba a las mujeres y
niños a refugiarse en los alrededores, lejos del peligro y a los
jóvenes a confiar en la fuerza que daría la victoria sobre los invasores.
Nahuma observaba a lo lejos las acciones de su amada sin atreverse a acercarse
ni a mirarle a los ojos. Su espíritu combativo estaba anclado a la derrota y en
la duda de volver a enfrentar a los conquistadores o entregarse a los dioses
ajenos y con ello su vida, sometiéndose a la esclavitud y odios entre hermanos
de sangre.
Cristóbal de Olid se acercaba al
pueblo tarasco. La seguridad la manifestaba en cada paso y avance después de
haber derrotado en esa primera batalla a aquel pueblo que otrora había sido
invencible. La pretensión de riquezas y extender los dominios de aquellos
hermosos lugares le hicieron estar frente a la capital del imperio tarasco.
El grito guerrero de los michoacanos
se escuchó en el eco del lago y en las pequeñas islas Cruzaron el cielo
nuevamente las lanzas, piedras cargadas de furia e impotencia ante las armas
superiores del invasor y de las bestias que arrollaban y ahogaban los gritos
que defendían aquellos horizontes. El sol se teñía de la sangre joven. Las
voces iban disminuyendo mientras aumentaba el sudor de los caballos y el olor a
pólvora.
En aquel escenario se fue erigiendo
una nueva victoria de los españoles. En vano los escudos indígenas rechazaban
los tenues rayos del sol sin poder detener la furia española y de los aliados.
Nahuma escuchaba impasible a lo lejos
las arengas que se escuchan debates y es cada vez más fuerte su deseo de
entregarse sin oponer resistencia. La voz de su amada se pierde y decide enviar
el mensaje para manifestar la sumisión al poderoso.
El repliegue de aguerridos purépechas
en los lejanos montes incitados por Eréndira buscando reorganizarlos y
continuar en la lucha de la oportunidad a Nahuma para dócilmente inclinarse
ante los españoles. La princesa tarasca ve con tristeza y amargura, a lo lejos
la cobardía de su amado y el grupo que le sigue, sus lágrimas no puede contener
por la traición de quien le había jurado seguirla en su lucha por preservar la
libertad de su tierra amada.
Los conquistadores celebraron el
triunfo en el corazón del imperio tarasco. Destruyeron los símbolos que los
ataban a la raíz de sus creencias de ser invencibles y de que solo su mundo se
extendía hasta donde sus dioses les habían dejado mirar.
La ciudad se convierte en un espectro
de la desolación que se va extendiendo al paso del conquistador y que cubre los
semblantes de dolor en los vencidos.
Eréndira no puede evitar que sus
lágrimas le dejen el sabor amargo de la impotencia por no cubrir con su cuerpo
el espacio donde las doncellas ofrecían sus cantos y flores esperando la noche
que habrían de desposarse y en sus entrañas se regara la simiente del sol.
Sus palabras en voz baja parecen
regarse en las estrellas que se asoman temerosas: Una raíz he arrancado de mí.
Esta herida le roba el aliento a los sueños que se vistieron con las palabras
de quien dijo que me amaba. Solo quiero que así como las llamas que están
destruyendo el manantial de nuestros cantos al quedar solo cenizas también en mi
alma se haya borrado para siempre las pesadillas del recuerdo de una ilusión.
Eréndira y Timas buscaron nuevamente
reorganizarse apoyados por voluntarios cercanos a las orilla del lago.
Pátzcuaro sería el lugar donde habrían de fortificarse y nuevamente hablaba el
corazón de Eréndira al convocarlos a no sucumbir ante los invasores.
El rey Tzimzincha, sin contener sus
temores envía un mensaje de sometimiento y busca la forma de decirlo
personalmente al capitán español Cristóbal de Olid. Cerca de Pátzcuaro se
realiza el encuentro para establecer el acuerdo y terminar con la angustia no
sin antes informarle de la resistencia de algunos grupos que en el imperio
continuaban expresando su deseo de que nadie los juzgara.
Nahuma formó parte del grupo del rey
y como capitán manifestó su deseo de cooperar para abatir a quienes se resistían,
sabiendo que uno de esos era el que Eréndira y el viejo Timas mantenían con un
grito que no cesaba en el fondo y a lo largo del lago, y eso hacía que a cada
caída del sol fuera creciendo la obsesión de mirar a la princesa arrodillada
frente a él; al no obtener la dulce entrega y cargar con aquella mirada de
incredulidad y reproche que había destruido una esperanza, quizá la última en
Eréndira, por aferrarse al sueño de la libertad y el amor; tiene el deseo de
someterla y ultrajar el virginal cuerpo a su capricho y voluntad, convertir
esos ojos en dos antorchas de suplicio y sumisión, borrar aquella sonrisa que
quedó detrás de su derrota primera como un reproche y ahora con la traición el
gesto de burla por la cobardía de no enfrentar al invasor. Debajo de su piel
los recuerdos le exigían tener a la princesa, someterla, callar sus miradas y
borrar su sonrisa.
Mientras tanto la bella princesa
lloraba amargamente al saber que el que fuera el gran imperio se estaba
desapareciendo como cuando la lluvia quedaba a merced del viento y ahogaba los
cantos del ruiseñor.
Un grupo de tarascos había logrado
vencer sus temores y atrapar a uno de los grandes animales que para ellos se
convertía en uno solo con el conquistador y era devastación y terror y sin él
podían llevarlo con sus manos y era inofensivo. Era un corcel blanco, hermoso.
Lo llevaron a la princesa como señal y muestra de que podrían de igual manera,
en algún momento, doblegar a los españoles.
La princesa decidió tenerlo y durante
varios días en el bosque fue logrando, al igual que su enemigo, someter a su
voluntad a la bestia; que resultaba ser un instrumento vivo y poderoso para
desplazarse.
Para los tarascos era impresionante
ver a la doncella sobre el corcel blanco. Su belleza se acentuaba al desplegar
su cabellera negra por el trote y convertirse en la primera mujer que sin temor
alguno parecía apoderarse de los secretos del enemigo.
Poco a poco el asombro y la
admiración por la princesa en el corcel blanco fueron convirtiéndose en una
escena familiar y un aspecto que la distinguía y a la vez los hacía sentir
orgullosos.
Eréndira se desplazaba de una manera
natural, como si en ella existiera el espíritu de una amazona, sin perder la
vehemencia por alentar a todos a todos, cada día estaba atenta para luchar
contra el invasor y defender la tierra que les heredaron sus ancestros.
Sorpresivamente un grupo atacó en
forma despiadada a quienes se refugiaban en aquel lugar; el jefe de ellos era
Nahuma quien cruelmente ordenaba no tener consideración por nadie. Su odio solo
tenía un objetivo: encontrar a la princesa Eréndira, humillarla o despreciarla;
desquiciado, sus preguntas se confundieron entre gritos de dolor sin encontrar
respuesta, su mirada se perdía al buscar entre las víctimas y no encontrarla.
La sangre de esos guerreros se aferró
a defender la última luz de libertad, negándose a ser una huella fratricida y
de traición, los mantenía la esperanza de heredar el viento de la raza
invencible y en silencio, la angustia e impotencia doblegaron sus esfuerzos por
detener la mano hermana que haría y exterminaba peor que la mas cruel de las
bestias y de los dioses enemigos. Entre las víctimas estaba el viejo Timas
regando con su sangre la tierra que tanto amó. Nahuma indiferente e irascible
pasaba sobre los cuerpos.
Intempestivamente y con
extraordinaria fuerza apareció la bella amazona en su cordel blanco,
embistiendo con coraje al traidor guerrero. Las coces del caballo fueron las
armas que la princesa usó para callar la vergonzosa muestra de cobardía de
quien le hiciera una promesa de amor.
Se alejó llorando la pérdida de su padre
y de todos los que mantenían la esperanza en un nuevo amanecer.
Pasaron largos y tristes días. A
medida que en esa tierra se iban instalando los conquistadores, la labor de
evangelización de los misioneros se redoblaba, llevando en la lengua nativa la
doctrina que hablaba del amor entre hermanos y desterrando la admiración a los
dioses que requerían de sangre y dolor, odio y venganzas.
En aquella región, Fray Martín de
Valencia fue de los pioneros espirituales al entrar en los primeros poblados que
se resistían no de manera violenta pero si con una animadversión alentada, en
muchas ocasiones, por la también vehemente Eréndira, que lograba convencerlos
de resistir también a las palabras que buscaban conquistar los corazones de los
michoacanos.
Hermanos: el hombre blanco ha logrado
a fuerza de derramar la sangre en nuestra tierra, borrar las huellas que
nuestros padres amorosamente nos enseñaron para mostrarnos el camino
de la casa del sol, en donde las flores y el canto de las aves era solo nuestro
y de nuestros cuerpos que ahora ya no nos pertenecen, pues nos quieren para ser
utilizados como estas bestias, que en sus manos nos llevan a destruirnos entre
nosotros mismos. No haga caso de las palabras que buscan ahora borrar las
palabras de nuestros padres que nos han enseñado pensando en la libertad del
águila, resistiendo y luchando con el espíritu que nos heredaron en el aliento
del tigre.
Eréndira miraba a lo lejos cómo en
ocasiones Fray martín de Valencia lograba que los niños y después las mujeres y
hombres se acercaran a él, le escucharan atendiendo las promesas de una nueva
vida plena de amor y felicidad, derramando en sus cabezas el agua
que simbolizaba el bautismo y lograba perdonar y olvidar el rencor e invadir en
sus corazones la felicidad por momentos olvidada.
La princesa deambulaba por los
bosques cada vez más sola; meditaba lo que aprendían y repetían quienes se
habían acercado a los conquistadores con el deseo de no perder lo poco que sus
manos lograron proteger, en especial a sus hijos y doncellas.
La tristeza de Eréndira era evidente, pero poco a
poco fue olvidando sus palabras hirientes, más bien parecía sedienta de conocer
y saber más de aquellas palabras que traían paz al corazón.
En cierta ocasión, al acercarse a un poblado en lo abrupto de la
montaña, escuchó a un enardecido grupo que con frenéticos gritos de enojo y
furia tenían como blanco de golpes y piedras a un indefenso y débil hombre que
apenas si lograba articular palabra para tratar en su misma lengua, pedir un
momento para dar el mensaje de amor entre hermanos.
Era Fray Martín de Valencia, el
evangelizador que en varias ocasiones la princesa había visto a lo lejos hablar
constantemente a todos, en especial a los niños y más tarde derramar el agua en
sus cabezas para olvidar el odio y dolor y entrar en la vida de ellos.
Eréndira se acercó, pidiendo cesaran
los insultos y agresiones, al indefenso hombre arrodillado que en voz baja
soportaba la humillación.
El misionero levantó su pálido rostro
y encontró la mirada de la princesa, sin medir palabra manifestó el profundo
agradecimiento; las manos de Eréndira le ayudaron a incorporarse para después
alejarse lentamente.
La princesa no lograba liberarse de
un estremecimiento al ver en aquella mirada una paz infinita en el fondo de su
corazón y que al tocar las manos del misionero hicieron que la voz rebelde de
su alma cayera en la apacible armonía que sólo de niña había sentido al ir de
la mano de su padre Timas. Eréndira, al mirar alejarse al misionero, supo en
aquel momento que las huellas que dejaba Fray Martín le llevaría a mantener la
ilusión de estar cerca de aquellos a quien había amado y deseaba llevarlos muy
cerca de ella. Esa misma noche al caminar en el bosque, miles de luciérnagas
detrás de ella formaban una estela tan grande como sus recuerdos.
El interés de Eréndira por escuchar y
conocer más de las palabras que le traían paz, la llevaban a acercarse a los lugares
donde el misionero y los convertidos al evangelio iban sembrando la fe en
aquellos nobles corazones indígenas. La princesa discretamente intervenía para
que dispusieran a escuchar, hablaba con los pequeños, las mujeres y los hombres
con el entusiasmo de saber que los sacrificios y sangre de quienes habían
luchado por días felices y llenos de paz estarían también en un reino donde
habrían de sentirse completamente felices de ver el amor y la paz en la tierra
que amaron.
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