domingo, 13 de julio de 2014

UNA PRINCESA REBELDE LLAMADA ERÉNDIRA



El esplendor económico y social del imperio purépecha, bajo el reinado del venerable rey Ziguangua, se manifestaba en la vida apacible y tranquila de sus habitantes.

Entre los consejeros, del viejo monarca, destacaba Timas, respetable por sus opiniones  y sugerencias que fortalecían las decisiones de los nobles ancianos en beneficio de todo del reino.   

Timas tenía una hija llamada Eréndira quien irradiaba la belleza de sus dieciocho años y particularmente su sonrisa que la distinguía de todas las demás doncellas y que en mucho le ganaban la admiración y cariño haciendo que en sus ojos negros se anidara también la alegría del sol purépecha.

Entre los jóvenes admiradores de la princesa estaba Nahuma, capitán general del ejército  michoacano, cuyos pensamientos se diluían en el viento y en las aguas del lago, en las siluetas de las montañas, acompañados siempre de la imagen del bello rostro de Eréndira.

La vitalidad del viejo rey Ziguangua se consumió y como sucesor es nombrado su hijo Timzincha. Timas continuó orientando con su sabiduría al nuevo monarca  y Nahuma siguió al frente de los jóvenes guerreros.

En los horizontes, a pesar de la vida tranquila, se esparcen preocupantes  noticias que hablan de bárbaros invasores, enviados por dioses sedientos de venganza, que arrasan con sus lenguas de fuego el esplendor de  las casas de  sus ancestros.

Las canciones, cerca del lago, se escuchan tristes, mientras los guerreros en silencio  aprestaban sus corazones para la lucha,  inspirados en el orgullo de  ser una raza invencible.

El corazón de Eréndira se entristece al imaginar que las cristalinas y frescas aguas que sentía en sus manos pudieran teñirse de la sangre de sus hermanos  y que el viento alegre de los árboles  fueran lamentos y gritos de dolor de los niños y las doncellas o que el fuego renovador  fueran  crepitantes burlas de dioses lejanos y desconocidos.

Las palabras que venían de lontananza llenaban de zozobra los corazones de los guerreros. La luna salía temerosa y su reflejo en el lago encontraba la firme mirada de Eréndira llena de  deseo de perpetuar en las nubes y en cielo la libertad de la tierra que la vio nacer.

Los invasores se acercaban y su presencia no deseada se adhería  en los pétalos de las flores, en las lúgubres sombras de los bosques y en el agua cristalina de los arroyos.

En la sonrisa de la altiva princesa se observaba una imperceptible mueca de odio que también se incrustaba en las palabras que dirigía al venerable Timas: Padre mío: raíz de mi sangre no permitas que la debilidad y el temor detengan el vuelo del espíritu guerrero de nuestras águilas. Que nuestros hombres no dobleguen su deseo de defender estas tierras para que nuestros hijos vivan en el eterno jardín de felicidad que nuestros dioses  prometieron. Que la mano que detendrá al enemigo no sea débil y nunca haya deseo de estrechar esas manos que se han lavado con la sangre de nuestros hermanos.

El viejo Timas miraba a la doncella, se sentía orgulloso de ella y al hablarle buscaba que sus palabras le trasmitieran la tranquilidad necesaria ante los  temores que invadían a todos:

 Debemos ser pacientes hija mía, esperemos  el mensaje de nuestros enviados que están en  las fronteras de nuestro imperio. Deseamos que los invasores detengan sus ansias de destrucción. Debemos proteger a nuestros descendientes y pedir a nuestras divinidades que logren perpetuar los cantos floridos de paz y esperanza.

Eréndira, haciendo eco de las palabras del noble Timas, se dirigía a las mujeres y niños orientándolos para protegerse de las posibles agresiones y peligros a los que habría que enfrentarse y ayudarse en los momentos más críticos de la lucha.

En el corazón de Nahuma, al dirigirse hacía Taximaroa, repercutían las palabras de Eréndira; su ilusión por unirse con la princesa estaba atada a la libertad misma que pudiera mantenerse en el viento y tierras del imperio. La voz de su amada se había convertido en  esencia de la tierra misma,  recordándole las promesas de amor en cada flor que encontraba en el camino,  en  el vuelo  del águila  o en el espejo de alguna laguna: Mi cuerpo entregaré si  proteges la inmaculada claridad de las aguas del reino, si cuidas que el enemigo no destruya nuestras casas. Serán tuyos mis pensamientos y corazón por siempre para ver el color de nuestras flores, de nuestros jardines y campos donde habrá de crecer la semilla de libertad y  amor donde nosotros podremos  ver  crecer felices  a nuestros hijos y decirles que nunca nadie pudo mancillar  nuestras tierras. Nahuma, luchemos para proteger lo que es nuestro.

No muy lejos los conquistadores se organizaron para enfrentar a los invencibles tarascos. Hernán Cortés seleccionó a Cristóbal de Olid, a uno de sus mejores hombres, para enfrentarlos.

Nahuma al frente del ejercito tarasco llegó al pueblo de Taximaroa, cercano a los límites del imperio; el  escenario era tenso pues se percibía en el aire el deseo de defender al gran pueblo de pescadores mientras los conquistadores alentados por los triunfos que habían logrado en algunos pueblos indígenas y por la adhesión a su ejercito de otros considerables grupos conquistados que se  unían más la animadversión y deseos de venganzas fratricidas, avanzaban sin temores hacía las tierras tarascas.

Nahuma y sus acompañantes corroboraban con sus ojos lo que habían escuchado: armas que lanzaban fuego y muerte, gritos y miedo ante aquellos seres monstruosos que se sometían inexplicablemente al cuerpo, manos y voz del bárbaro y se convertían en un torbellino violento de destrucción.

La fuerza y decisión de los españoles no encontraban obstáculo al acercarse al ejército que los esperaba y que daba señales de una espera paciente y silenciosa.

Los centinelas del horizonte fueron testigos de los esfuerzos para detener a costa de la propia vida a quienes en sus manos llevaban una luz fulminante y principalmente aquellas bestias que los dispersaron e hicieron huir o debilitaron sus manos y gritos de guerra. 

La noticia de la derrota para quienes habían mantenido su esencia guerrera invencible llegó al rey Tzimzincha, quien buscó en sus consejeros el camino; sin evitarlo sus temores traicionaron el ideal de quienes buscaban enfrentar nuevamente, allí en el corazón tarasco a aquellos invasores que no se saciaban de la sangre derramada. El rey optó por abandonar el pueblo y refugiarse en Uruapan.

Eréndira y Timas vieron tristemente la actitud del monarca y ellos, decididos buscaron reunir a gente con espíritu combativo y dispuesta a luchar por su tierra y amado pueblo.

Eréndira alentaba a las mujeres y niños a refugiarse en los alrededores, lejos del peligro  y a los jóvenes a confiar en la fuerza que daría la victoria sobre los invasores. Nahuma observaba a lo lejos las acciones de su amada sin atreverse a acercarse ni a mirarle a los ojos. Su espíritu combativo estaba anclado a la derrota y en la duda de volver a enfrentar a los conquistadores o entregarse a los dioses ajenos y con ello su vida, sometiéndose a la esclavitud y odios entre hermanos de sangre.

Cristóbal de Olid se acercaba al pueblo tarasco. La seguridad la manifestaba en cada paso y avance después de haber derrotado en esa primera batalla a aquel pueblo que otrora había sido invencible. La pretensión de riquezas y extender los dominios de aquellos hermosos lugares le hicieron estar frente a la capital del imperio tarasco.

El grito guerrero de los michoacanos se escuchó en el eco del lago y en las pequeñas islas Cruzaron el cielo nuevamente las lanzas, piedras cargadas de furia e impotencia ante las armas superiores del invasor y de las bestias que arrollaban y ahogaban los gritos que defendían aquellos horizontes. El sol se teñía de la sangre joven. Las voces iban disminuyendo mientras aumentaba el sudor de los caballos y el olor a pólvora.

En aquel escenario se fue erigiendo una nueva victoria de los españoles. En vano los escudos indígenas rechazaban los tenues rayos del sol sin poder detener la furia española y de los aliados.

Nahuma escuchaba impasible a lo lejos las arengas que se escuchan debates y es cada vez más fuerte su deseo de entregarse sin oponer resistencia. La voz de su amada se pierde y decide enviar el mensaje para manifestar la sumisión al poderoso.

El repliegue de aguerridos purépechas en los lejanos montes incitados por Eréndira buscando reorganizarlos y continuar en la lucha de la oportunidad a Nahuma para dócilmente inclinarse ante los españoles. La princesa tarasca ve con tristeza y amargura, a lo lejos la cobardía de su amado y el grupo que le sigue, sus lágrimas no puede contener por la traición de quien le había jurado seguirla en su lucha por preservar la libertad de su tierra amada.

Los conquistadores celebraron el triunfo en el corazón del imperio tarasco. Destruyeron los símbolos que los ataban a la raíz de sus creencias de ser invencibles y de que solo su mundo se extendía hasta donde sus dioses les habían dejado mirar.

La ciudad se convierte en un espectro de la desolación que se va extendiendo al paso del conquistador y que cubre los semblantes de dolor en los vencidos.

Eréndira no puede evitar que sus lágrimas le dejen el sabor amargo de la impotencia por no cubrir con su cuerpo el espacio donde las doncellas ofrecían sus cantos y flores esperando la noche que habrían de desposarse y en sus entrañas se regara la simiente del sol.

Sus palabras en voz baja parecen regarse en las estrellas que se asoman temerosas: Una raíz he arrancado de mí. Esta herida le roba el aliento a los sueños que se vistieron con las palabras de quien dijo que me amaba. Solo quiero que así como las llamas que están destruyendo el manantial de nuestros cantos al quedar solo cenizas también en  mi alma se haya borrado para siempre las pesadillas del recuerdo de una ilusión.

Eréndira y Timas buscaron nuevamente reorganizarse apoyados por voluntarios cercanos a las orilla del lago. Pátzcuaro sería el lugar donde habrían de fortificarse y nuevamente hablaba el corazón de Eréndira al convocarlos a no sucumbir ante los invasores.

El rey Tzimzincha, sin contener sus temores envía un mensaje de sometimiento y busca la forma de decirlo personalmente al capitán español Cristóbal de Olid. Cerca de Pátzcuaro se realiza el encuentro para establecer el acuerdo y terminar con la angustia no sin antes informarle de la resistencia de algunos grupos que en el imperio continuaban expresando su deseo de que nadie los juzgara.

Nahuma formó parte del grupo del rey y como capitán manifestó su deseo de cooperar para abatir a quienes se resistían, sabiendo que uno de esos era el que Eréndira y el viejo Timas mantenían con un grito que no cesaba en el fondo y a lo largo del lago, y eso hacía que a cada caída del sol fuera creciendo la obsesión de mirar a la princesa arrodillada frente a él; al no obtener la dulce entrega y cargar con aquella mirada de incredulidad y reproche que había destruido una esperanza, quizá la última en Eréndira, por aferrarse al sueño de la libertad y el amor; tiene el deseo de someterla y ultrajar el virginal cuerpo a su capricho y voluntad, convertir esos ojos en dos antorchas de suplicio y sumisión, borrar aquella sonrisa que quedó detrás de su derrota primera como un reproche y ahora con la traición el gesto de burla por la cobardía de no enfrentar al invasor. Debajo de su piel los recuerdos le exigían tener a la princesa, someterla, callar sus miradas y borrar su sonrisa.

Mientras tanto la bella princesa lloraba amargamente al saber que el que fuera el gran imperio se estaba desapareciendo como cuando la lluvia quedaba a merced del viento y ahogaba los cantos del ruiseñor.

Un grupo de tarascos había logrado vencer sus temores y atrapar a uno de los grandes animales que para ellos se convertía en uno solo con el conquistador y era devastación y terror y sin él podían llevarlo con sus manos y era inofensivo. Era un corcel blanco, hermoso. Lo llevaron a la princesa como señal y muestra de que podrían de igual manera, en algún momento, doblegar a los españoles.

La princesa decidió tenerlo y durante varios días en el bosque fue logrando, al igual que su enemigo, someter a su voluntad a la bestia; que resultaba ser un instrumento vivo y poderoso para desplazarse.

Para los tarascos era impresionante ver a la doncella sobre el corcel blanco. Su belleza se acentuaba al desplegar su cabellera negra por el trote y convertirse en la primera mujer que sin temor alguno parecía apoderarse de los secretos del enemigo.

Poco a poco el asombro y la admiración por la princesa en el corcel blanco fueron convirtiéndose en una escena familiar y un aspecto que la distinguía y a la vez los hacía sentir orgullosos.

Eréndira se desplazaba de una manera natural, como si en ella existiera el espíritu de una amazona, sin perder la vehemencia por alentar a todos a todos, cada día estaba atenta para luchar contra el invasor y defender la tierra que les heredaron sus ancestros.

Sorpresivamente un grupo atacó en forma despiadada a quienes se refugiaban en aquel lugar; el jefe de ellos era Nahuma quien cruelmente ordenaba no tener consideración por nadie. Su odio solo tenía un objetivo: encontrar a la princesa Eréndira, humillarla o despreciarla; desquiciado, sus preguntas se confundieron entre gritos de dolor sin encontrar respuesta, su mirada se perdía al buscar entre las víctimas y no encontrarla.

La sangre de esos guerreros se aferró a defender la última luz de libertad, negándose a ser una huella fratricida y de traición, los mantenía la esperanza de heredar el viento de la raza invencible y en silencio, la angustia e impotencia doblegaron sus esfuerzos por detener la mano hermana que haría y exterminaba peor que la mas cruel de las bestias y de los dioses enemigos. Entre las víctimas estaba el viejo Timas regando con su sangre la tierra que tanto amó. Nahuma indiferente e irascible pasaba sobre los cuerpos.

Intempestivamente y con extraordinaria fuerza apareció la bella amazona en su cordel blanco, embistiendo con coraje al traidor guerrero. Las coces del caballo fueron las armas que la princesa usó para callar la vergonzosa muestra de cobardía de quien le hiciera una promesa de amor.

Se alejó llorando la pérdida de su padre y de todos los que mantenían la esperanza en un nuevo amanecer.

Pasaron largos y tristes días. A medida que en esa tierra se iban instalando los conquistadores, la labor de evangelización de los misioneros se redoblaba, llevando en la lengua nativa la doctrina que hablaba del amor entre hermanos y desterrando la admiración a los dioses que requerían de sangre y dolor, odio y venganzas.

En aquella región, Fray Martín de Valencia fue de los pioneros espirituales al entrar en los primeros poblados que se resistían no de manera violenta pero si con una animadversión alentada, en muchas ocasiones, por la también vehemente Eréndira, que lograba convencerlos de resistir también a las palabras que buscaban conquistar los corazones de los michoacanos.

Hermanos: el hombre blanco ha logrado a fuerza de derramar la sangre en nuestra tierra, borrar las huellas que nuestros padres  amorosamente nos enseñaron para mostrarnos el camino de la casa del sol, en donde las flores y el canto de las aves era solo nuestro y de nuestros cuerpos que ahora ya no nos pertenecen, pues nos quieren para ser utilizados como estas bestias, que en sus manos nos llevan a destruirnos entre nosotros mismos. No haga caso de las palabras que buscan ahora borrar las palabras de nuestros padres que nos han enseñado pensando en la libertad del águila, resistiendo y luchando con el espíritu que nos heredaron en el aliento del tigre.

Eréndira miraba a lo lejos cómo en ocasiones Fray martín de Valencia lograba que los niños y después las mujeres y hombres se acercaran a él, le escucharan atendiendo las promesas de una nueva vida plena de amor y felicidad, derramando en sus cabezas  el agua que simbolizaba el bautismo y lograba perdonar y olvidar el rencor e invadir en sus corazones la felicidad por momentos olvidada.

La princesa deambulaba por los bosques cada vez más sola; meditaba lo que aprendían y repetían quienes se habían acercado a los conquistadores con el deseo de no perder lo poco que sus manos lograron proteger, en especial a sus hijos y doncellas.


La tristeza de Eréndira era evidente, pero poco a poco fue olvidando sus palabras hirientes, más bien parecía sedienta de conocer y saber más de aquellas palabras que traían paz al corazón.


En cierta ocasión, al acercarse a un poblado en lo abrupto de la montaña, escuchó a un enardecido grupo que con frenéticos gritos de enojo y furia tenían como blanco de golpes y piedras a un indefenso y débil hombre que apenas si lograba articular palabra para tratar en su misma lengua, pedir un momento para dar el mensaje de amor entre hermanos.

Era Fray Martín de Valencia, el evangelizador que en varias ocasiones la princesa había visto a lo lejos hablar constantemente a todos, en especial a los niños y más tarde derramar el agua en sus cabezas para olvidar el odio y dolor y entrar en la vida de ellos.

Eréndira se acercó, pidiendo cesaran los insultos y agresiones, al indefenso hombre arrodillado que en voz baja soportaba la humillación.

El misionero levantó su pálido rostro y encontró la mirada de la princesa, sin medir palabra manifestó el profundo agradecimiento; las manos de Eréndira le ayudaron a incorporarse para después alejarse lentamente.

La princesa no lograba liberarse de un estremecimiento al ver en aquella mirada una paz infinita en el fondo de su corazón y que al tocar las manos del misionero hicieron que la voz rebelde de su alma cayera en la apacible armonía que sólo de niña había sentido al ir de la mano de su padre Timas. Eréndira, al mirar alejarse al misionero, supo en aquel momento que las huellas que dejaba Fray Martín le llevaría a mantener la ilusión de estar cerca de aquellos a quien había amado y deseaba llevarlos muy cerca de ella. Esa misma noche al caminar en el bosque, miles de luciérnagas detrás de ella formaban una estela tan grande como sus recuerdos.

El interés de Eréndira por escuchar y conocer más de las palabras que le traían paz, la llevaban a acercarse a los lugares donde el misionero y los convertidos al evangelio iban sembrando la fe en aquellos nobles corazones indígenas. La princesa discretamente intervenía para que dispusieran a escuchar, hablaba con los pequeños, las mujeres y los hombres con el entusiasmo de saber que los sacrificios y sangre de quienes habían luchado por días felices y llenos de paz estarían también en un reino donde habrían de sentirse completamente felices de ver el amor y la paz en la tierra que amaron.

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