Un fino alazán corría
desbocado por la llanura barnizado en sudor. Su espumoso hocico luchaba contra
el freno que su jinete, se esforzaba en sostener.
Al llegar a la casa grande
lo arrimó al portón y con sus dos manos jaló enérgico las riendas parándolo en
seco sobre las dos patas traseras. La bestia enardecida dejó escapar un
relincho extraño.
De un enérgico jalón se asomó
a su interior, apareciendo de súbito, con altivo porte, una mujer cuya figura
se antojaba, escapada de un cuadro pintado por el mejor de los artistas.
Su joven y armonioso rostro
y sus mejillas que parecían la corona matizada de su vestido rojo. Su cuerpo
dejaba ver un incipiente embarazo, todo mostraba a una mujer hermosa.
El atardecer con la
complicidad de la penumbra, se fue con él.
En vano la buscaron esa
noche y muchas noches, ella estaba en otro mundo cercada por los potentes
brazos del hombre que tanto amaba.
Él era único, jamás hubo
otro hombre que la incendiaría hasta hacerla vibrar como un sinfín de átomos,
que en cadena desintegraban su ser, ni a sentirse tan completa. Nunca más
volvería a sentir que en su pasión, se escapaba de la órbita vital para
confundirse en el cosmos. Aquel torbellino de pasión era interminable.
En aquella lobreguez, solo
brilló la belleza de una mujer que vivía solo para él y a veces hasta reía.
Hizo sentir su presencia en el abandono, tornando acogedora la sombría casona.
Podó las flores y regó las rosas hasta que el aroma impregnó su cuerpo y le
perfumó el alma.
En una mañana invernal,
acunado el cierzo, se arrastró enloquecida por el mezquital, ella desapareció.
Nunca se supo de su paradero.
Un día comentó un viajero,
que al pasar junto a ese gran mezquital escuchó a un “Anima en pena” que gemía
solitaria su dolor. El miedo lo paralizo y bajo un mezquite estuvo tembloroso
largo rato.
El plenilunio mostraba con perfección
todas las formas y vio como el espíritu doliente de una mujer joven, vestida de
rojo, salió del mezquital mostrando la palidez de los muertos.
De pronto se alejó solitaria
perdiéndose en el mezquital, deslizándose como movida por el viento, hasta que
se fundió en la lejanía de la noche.
Agustina se llamaba esta
muchacha y también le llamaban: “La Síkiri” o sea la colorada.
Entre los suyos fue un
prodigio, fue sin haber cursado ningún estudio, predijo, dijo y enseñó muchas
cosas, que en aquel tiempo no se sabían. Por eso era querida y respetada.
Gracias a estas dotes y por
similitud, toda aquella mujer que trataba de imitar a Agustina, le decían: “Ni
que fueras la Síkiri” era la única que poseía todos esos conocimientos.
Decían que su pérdida en la
lejanía de la noche, fue el haberse enamorado de aquel jinete y esa era su
desgracia.
Todos los Yaquis antiguos
creyeron y así los transmitieron. Que la Síkiri era una extraterrestre.
¿Sería acaso la visión del
vestido rojo, una de ellas?
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