Es una tarde gris, no tanto por el color del cielo sino por los
atuendos de la gente y el ambiente sombrío de las familias que están reunidas
en el panteón, cada cual alrededor de las tumbas de sus difuntos; tumbas sin
colorido ni cruces o imágenes cristianas, tumbas de tierra humildemente
adornadas con las ofrendas consistentes en alimentos y bebidas, así como el
humo de los inciensos. El ambiente es de seriedad absoluta, de reflexión;
ambiente de tristeza. Los mayores apenas murmuran algo entre sí. No hay cantos
ni rezos, sólo pensamientos de recuerdos; tampoco se escuchan llantos porque
nadie acostumbra llorar.
Solamente el viento produce ruidos con las hojas marchitas que
ruedan por ahí. Ese silencio es por momentos interrumpido cuando se oye algún
manazo que se le da a un niño inquieto. Sus padres de esa manera le piden
sosiego, silencio y respeto, mucho respeto porque hoy es el Día de los Fieles
Difuntos y la tradición indica que nada debe alterar su descanso.
Así es la costumbre entre los nativos de la sierra Huasteca, los
téenek o huastecos, quienes cada año puntualmente van a los panteones de sus
aldeas o pueblos para recordar a los que han muerto. Pasan la noche en vela y
todo el día siguiente junto a las tumbas, conviviendo con sus difuntos en silencio
y a través de los recuerdos. La costumbre se ha mantenido inalterada desde sus
orígenes, que nadie sabe cuándo empezó.
Pero esta tarde sucede algo extraordinario, algo que trastoca las
rutinas, la costumbre, la tradición. La gente se siente alterada y temerosa
ante la aparición de un ser fantasmal,
enmascarado, que anda bailando entre las tumbas. Se oye música, pero no hay
músicos ejecutándola. La gente mira con incredulidad primero, asustada después,
y huye ordenadamente del panteón.
Es gente supersticiosa. Todos hablan entre sí, tratando de
explicar lo que han visto. Unos deciden refugiarse en sus hogares hasta que se
vaya el espíritu maligno, mientras que la mayoría acuerda ir en busca del sacerdote,
el chamán, para contarle acerca de lo que han visto en el panteón y pedirle que
haga algo para expulsar a ese espíritu de ultratumba, cuyo único objetivo ha
sido el de alterar la armonía entre la comunidad, según han concluido los
mayores.
El chamán escucha intrigado el recuento de su gente. Sabe que
existen numerosos espíritus que rondan en el monte, en las aldeas, en el
panteón mismo, pero uno enmascarado que baila es inaudito; jamás había oído
hablar de algo similar.
“Vaya al panteón”, le suplica la gente al chamán, cuyo rostro se
ve más serio que de costumbre, rostro de preocupación.
El sacerdote acepta, pero antes de ir tiene que preparar algunas
cosas, pues es posible que deba hacer algún ritual especial para ahuyentar al
espíritu chocarrero. Entretanto, y por precaución, la gente va a sus casas para
armarse con garrotes, hondas y piedras.
Sale la comitiva rumbo al panteón, con el chamán al frente y la
gente atrás, armada y asustada. Entran al recinto y no es sorpresivo para nadie
que el ánima enmascarada siga bailando alegremente entre las tumbas, al son de
la música rítmica pero espectral. El chamán se acerca con cautela; la gente lo
sigue a prudente distancia.
-“¿Quién eres? ¿Qué quieres aquí?”- le pregunta el chamán al
ánima, en lengua téenek.
-“¿Acaso no me conoces? Represento la alegría y he venido aquí
porque ya me cansé de verlos a ustedes tan sombríos y tristes en estas fechas
de recuerdos, como si la muerte fuera una razón de tristeza cuando debería ser
todo lo contrario”- responde el espíritu.
El chamán y el espíritu hablan por un buen rato, mientras la gente
sigue atenta el curso de la conversación. En cierto momento, el misterioso ser
enmascarado pronuncia unas palabras en una lengua que nadie entiende, excepto
el chamán, quien comprende el mensaje y luego lo trasmite a los suyos. Les dice:
-“Este espíritu es Xantolo que quiere enseñarnos cómo honrar a
nuestros muertos con estas danzas”-
Debido a sus creencias supersticiosas y luego de haber oído al
espíritu hablar, la gente piensa que más bien se trata de un chistoso que anda
jugándoles una broma. Murmuran todos entre sí y uno de ellos se lo dice al
chamán, quien con un ademán enérgico le pide callarse. Para entonces, el rostro
del chamán ya no muestra señales de preocupación, pero sigue viéndose serio,
como es su costumbre. Hace hincapié a su gente que Xantolo no es alguien de
este mundo terrenal, nadie de carne y hueso, sino un espíritu benefactor como
ya él mismo lo ha explicado.
En eso, y de nueva cuenta, Xantolo dice unas palabras en aquel
lenguaje desconocido para los presentes y de la nada aparecen más ánimas
igualmente enmascaradas que también se ponen a bailar como si todo fuera una
fiesta, y no un día para sentir y expresar tristeza. Advierten que las máscaras
son como de ancianos lo cual es interpretado como si representaran a sus
ancestros. La música espectral suena más fuerte y rítmica y la gente empieza a
moverse con cierto nerviosismo e incluso temor, pues bailar en un cementerio
es, hasta ese entonces, considerado como una falta de respeto a los difuntos.
El chamán, con torpeza porque jamás baila ni en las ceremonias,
comienza a imitar los movimientos de Xantolo y de su séquito hasta unirse a esa
danza con gran ánimo. Poco a poco la gente pierde sus inhibiciones y también se
une a la danza. Quienes saben tocar música fueron a sus hogares por sus
instrumentos y luego siguen las notas espectrales hasta aprendérselas.
Ese día gris, de acostumbrada tristeza, termina con el crepúsculo
bajo un ambiente de gran animación. El chamán y los habitantes del pueblo se
retiran del panteón cuando, con la oscuridad, Xantolo y su séquito de danzantes
se desvanecieron, no sin antes haberles dicho, en lengua téenek:
-“Quiero agradecerles a todos ustedes por haberme escuchado y
aceptado terminar felices este día. Mi agradecimiento es también el de sus
difuntos, quienes han disfrutado de la música y las danzas. Espero que este día
jamás sea olvidado por ustedes y por las generaciones por venir porque celebrar
a la muerte es un acto de júbilo”-
Con el crepúsculo de aquella
tarde diferente, Xantolo desapareció y los habitantes de esa aldea no sintieron
temor. Acordaron ir a las aldeas vecinas para contar lo ocurrido y explicar las
enseñanzas de Xantolo. Así lo hicieron, acompañados de los músicos que
enseñaron a sus vecinos las melodías de esas danzas. Del mismo modo, los
artesanos enseñaron a sus colegas cómo elaborar máscaras especiales que
sirvieran para esas fiestas, máscaras que representaran ancianos.
De tal manera se corrió la voz por todos los pueblos de la
Huasteca, y a partir de entonces la gente ha seguido la tradición de organizar
danzas con huehues enmascarados que bailan en las calles y en los panteones con
singular alegría para divertirse, en vez de sumergirse en un momento de llanto
y amargura.
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