-“Deme
otro atolito, mamá Rita, pero bien caliente”- -“¿usted quiere otro compa?”-
-“Si comadre;
y póngale bastante canelita, mamita, que así me gusta más”-
Este
diálogo tenía lugar frente a la Puerta de Tierra, bajo el portal que existe en
esa barriada.
Mamá
Rita era una viejecita que, durante años, había vendido atole, tamales y demás
antojitos a los parroquianos que frecuentaban el sitio, centro del movimiento
comercial de la ciudad, que constituía una de las entradas y salidas hacia el
interior.
El
portal estaba acondicionado como mesón rústico, y sus mesas casi siempre las
ocupaban viajeros, negociantes y personas que disfrutaban contemplando la
actividad que allí se desplegaba.
A la
hora en que conversaban los actores de esta historia, alrededor de la media
noche, escasos clientes había en el mesón y ya no se veían transeúntes en la
calle.
El
vigilante cabeceaba sentado sobre un madero adosado al portalón, y a la luz
vacilante de los mecheros se adivinaba el perfil de la muralla.
Los
trasnochadores de marras, estimulados con el calor del atole e incitados por la
soledad reinante, derivaron en su plática al las consejas de ultratumba
-“¿Ya
estará por llegar el volantín de Hampolol?”-
-“¿Por
qué pregunta, compadre?”-
-“Le
diré compa. Es que me acuerdo de que, cuando yo hacía viajes por esos pueblos,
una vez me pasó algo que, nada más de pensarlo, me pone la carne de gallina”-
-“A ver,
a ver, compadre, cuénteme, cuénteme”-
-Pues
si, compa, de esto ya hace algunos años. Más o menos como ahora, venía yo de
Bolonchenticul por el camino que usted seguramente conoce, con más piedras que
el pellejo de un atacado de viruelas. Por suerte no era época de lluvias,
porque de haber sido así no estaría yo contándoselo”-
-“¡Siga,
siga, compadre, que se pone interesante!”-
-“Pues,
como le decía, venía por el bendito camino, cuando de repente veo adelante,
como a unas cincuenta varas, una lucecita. Aunque yo no soy miedoso, como usted
sabe, compa, me preparé por si se trataba de un salteador. Pero, mientras me
acercaba, empecé a sentir que me temblaban las piernas. Yo no soy
supersticioso, compa; pero como uno oye tantas cosas, pues pensé, a lo mejor es
un espanto; porque dicen que así se tiembla cuando se aparece un alma. De todas
maneras armándome de valor seguí por el mismo camino, pues no había otro, hasta
que llegué a la lucecita. Y no lo va usted a creer, compa; había un hombre todo
vestido de negro, acurrucado junto a la lucecita, al que yo no podía distinguir
desde lejos; y, al querer bajarme para ver en que podía ayudarlo, él alzó la
vista y...”-
-“¿Qué
pasa, compadre? ¿Se te olvidó el cuento?”-
Antes de
contestar, el compadre se tomó el resto de su atole ya frío, y dijo:
-“¡Otro
atolito, mamá Rita, para que yo me calme!”-
Pero la
vendedora ya se había retirado a descansar de modo que el compadre tuvo que
prescindir del paliativo del atole, y prosiguió:
-“¡Qué
va compadre! ¡Si eso no se puede olvidar! ¡Y aquí viene lo mejor!”-
Alzó la
cabeza para mirarme. –“Y haga usted de cuenta, compa, las brasas de un fogón,
así eran sus ojos, que echaban chispas. Enseguida comprendí; ¡Era el demonio,
compa! Los caballos se pusieron a relinchar y yo, muerto de susto, no me podía
mover! Solamente pude decir: ¡Jesucristo! ¡Y vi cómo el Malo retrocedió
tapándose la cara, como si alguien lo estuviese golpeando! Entonces, reaccionando,
azucé a las bestias, que emprendieron una loca carrera. Pero felizmente,
llegamos al próximo poblado sin novedad. Y ése es el cuento, compa; por eso
preguntaba yo si habrá entrado el volán de Uayamón, no sea que al carretero le
paso lo que a mí en Bolonchenticul”-
-“Pues,
mire, compadre, ahora yo le voy a contar lo que mi me sucedió. Y conste que es
la primera vez que lo voy a decir”-
Entretanto,
los conversadores se habían quedado solos en el mesón del portal, y en la calle
desierta únicamente se veían las sombras de la muralla alargándose sobre el
suelo al resplandor de los hachones colgados de la Puerta de Tierra.
-“Ahí le
va el cuento, compadre. Como usted sabe, mi mamacita, que en paz repose, murió
hace ya varios años. Y usted sabe también que Dios no nos mandó hijos; así que
en la casa de usted no vivimos más que mi mujer y un servidor. Una noche,
faltando poco para el cabo de año de la difunta, fui despertado por alguien que
me llamaba. Sacudí a Eduviges, que estaba profundamente dormida, para preguntarle
si ella me llamó; pero su respuesta, con perdón de la palabra, fue un insulto,
que no quiero repetir, y siguió durmiendo. Cuando ya volvía yo a mi sueño, oí
de nuevo que me llamaban. Me senté en la hamaca sorprendido, y miré hacia el
rincón de donde salía la voz. ¡Y le juro por Dios, compadre, que allí estaba mi
madre! Ya se imaginará usted que me quedé más mudo que una pared titiritando
como un perro empapado. Se dirigió el fantasma a donde yo me encontraba, y me
dijo: Hijo, siento asustarte, pero no te voy a causar daño, únicamente deseo
que no olvides ofrecerme tres misas por mi cabo de año, aunque a tu mujer no le
agrade. Y te prometo que ya no me volverás a ver. Y se esfumó. Al día siguiente
puse a Eduviges al corriente de lo ocurrido, pero se rió y me dijo cuatro
frescas. Y no se celebraron las misas que pidió mi mamacita”-
-“¿Y que
pasó después, compa?”-
El
compadre hablaba tenuemente, y de reojo observaba la calle quieta y obscura.
-“Pues
esto fue lo que pasó. Que una noche Eduviges me despertó con gritos y,
señalando al rincón, tartamudeaba: ¡Allí, allí! Y, efectivamente, era otra vez
la difunta. Dominándome, le pregunté qué quería y ella me recordó que no me
había ocupado de sus misas. Y regresó al otro mundo. Como pude, tranquilicé a
Eduviges, que cayó presa de un acceso nervioso, y, luego de una semana de
fiebre y convalecencia, fue ella quien me rogó que la llevara a la iglesia para
solicitar las misas en sufragio del alma de mi mamacita. Y nunca más he vuelto
a verla en el rincón de la casa”-
Por un
instante los dos compadres callaron, pensativos. Y no era que temiesen a lo
desconocido; pero no intentaban levantarse de sus sillas.
Con
aprensión atisbaban hacia la calle que conducía a la Puerta de Mar, oscura como
una boca de lobo. De pronto, los alertó un ruido que provenía del lado oriental
de la calle de la muralla.
Pusieron
atención y oyeron pasos: alguien se acercaba. Y no se equivocaban. Súbitamente
surgió ante ellos una figura cadavérica que portaba un féretro sobre sus
hombros. Sin percatarse de los trasnochadores, el macabro personaje desfiló
frente a ellos, que no salían de su asombro. El enviado del inframundo se
deslizó junto al guardia que dormía plácidamente y se perdió rumbo al castillo
de San Juan.
-“¡Vámonos,
compadre, antes de que regrese!”-
Pero el
compadre yacía en el suelo casi desmayado. El compa sacó arrastrado a su amigo
de debajo de la mesa y, venciendo su terror, corrieron como venados perseguidos
por un cazador.
Una
media hora más tarde volvió a pasar por la Puerta de Tierra, ahora de occidente
a oriente, el cadáver con su féretro a cuestas. Pero no era ningún fantasma.
Simplemente se trataba de Chang, un chino carpintero que había llevado un ataúd
de regalo a un compatriota suyo –porque, como sin duda estará informado el
lector, los chinos tienen en gran estima un regalo de esa naturaleza-; pero,
por supuesto, el conterráneo dormía a tales horas a pierna suelta, y por esa
razón Chang se vio obligado a retornar a su carpintería con el fúnebre
obsequio.
Pero los
compadres ya no visitaron más la Puerta de Tierra, porque no deseaban revivir
la experiencia de encontrarse con el espectro que, según ellos, rondaba noche a
noche por las calles de la muralla.
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