Don
Alonso de Villaseca fue un noble de raras virtudes que de España vino a estas
tierras allá por mediados del siglo XVI.
Caballero
a carta cabal que gozó de la estimación general por su desprendimiento y
libertad, otorgando beneficios a mucha gente necesitada.
A lo
dicho hay que agregar que Don Alonso tenía sentimientos religiosos muy bien
fincados, que tradujo también en nobles acciones: de España mandó traer tres
Cristos, con su propio peculio, uno que donó al pueblo de Ixmiquilpan porque
allí había hecho su fortuna, otro a las famosas minas de Zacatecas y un tercero
al Mineral de Cata, a orillas de esta población.
Este
Cristo es al que nos vamos a referir, contando aquí dos de los múltiples
milagros que se le atribuyen.
Dícese
que cuando aún no había ni la más remota idea de reglamentar el trabajo de
nuestros braceros en el vecino país del Norte, un grupo de campesinos de estos
alrededores, necesitados en ganarse la vida en mejores condiciones, creyeron
ingenuamente en la promesa que les hiciera un vívales y, dejando su casa y
familia, corrieron la aventura de la que después tuvieron que arrepentirse
muchas veces.
Hallándose
en una hacienda algodonera cercana a la frontera, se les designó un galerón
para que pasaran la noche, advirtiéndoles que para mayor seguridad iban a
cerrar la puerta.
También
se les ofreció que una persona les llevaría la cena un poco más tarde, pero
como ese momento no llegó nuestros pobladores rancheros se disponían a dormir
sin más alimento en su estómago que unos sorbos de agua, cuando uno de ellos
que andaba cerca del fondo escuchó un ruido raro que llamó su atención, algo
así como una gotera; más como no era tiempo de lluvias, no era posible pensar
eso.
Con
mucha precaución abrieron la puerta, encontrándose en un patio semioscuro.
En la
habitación de la derecha, también mal alumbrada, se hallaban colgando del techo
varios cuerpos que parecían humanos.
−“No
parecen”− dijo otro de ellos –“Son hombres semidesnudos y sin cabeza”− afirmó
profundamente sorprendido.
Hay que
imaginar cual fue su asombro al comprobar que en efecto los que colgaban del
techo eran cuerpos humanos decapitados, puestos en esa actitud para que la sangre
chorreara sobre sendos recipientes.
Lo
primero que pensaron los aspirantes a trabajadores fue que para hacer de ellos
otro tanto se les había llevado allí.
Verdadero
pánico se apoderó de su ánimo y, en el paroxismo de su angustia, se
encomendaron al Señor de Villaseca, rogándole que les permitiera salir de allí
con bien.
Lo
consiguieron, no sin antes pasar por varios peligros, regresando en peores
condiciones a su tierra, pero con su vida.
El
retablo en que patentizaron este milagro se encuentra en el muro izquierdo del
templo de Cate, dedicado al Milagroso Señor de Villaseca.
Después
supieron que la sangre de aquellos quien sabe cuantos desdichados más, era
empleada para hacer colorantes que en el mercado se vendían muy caros.
El
segundo caso se refiere a María, una guapa galereña que reunía en su persona
todos los atributos para ser lo que se dice una hermosa muchacha.
Muy
joven la casaron sus padres con un viejo minero adinerado, por quien María
profesaba la más profunda repugnancia. Sin embargo, obediente y de buenos
principios, permaneció sumisa al lado de aquel hombre, no obstante que la
seguía cortejando Juan Manuel, apuesto galán que no podía resignarse a perder
su amor y por medio de una viejecita del barrio del Terremoto, constantemente hacía
saber su honda pasión a la dueña de sus desvelos.
Por su
parte, María no solo sentía admiración y afecto por su admirador, sino que
sostenía la más intensa lucha por liberarse de aquella tentación.
Muchas
veces, arrodillada ante el Cristo milagroso, le rogaba que le diera fuerzas
para seguir siendo fiel a su esposo.
−“Tú
sabes, Padre mío, que yo jamás he querido a Don Martín”− éste era el nombre del
celoso y feroz marido
−“Y que
me casaron sin mi voluntad”-
Un día
que Don Martín, por razón de sus negocios tuvo que ausentarse por dos días,
María no pudo resistir el deseo de llevar a Juan Manuel un buen almuerzo, pues
tenía el turno de madrugada.
Feliz y
risueña como nunca, iba la muchacha por el camino de Cata, cuando de repente se
apareció su marido.
En el
acto reconoció la canasta, y cegado por los celos increpó con violencia a María,
imaginando que el almuerzo era para su adversario.
Con la
hija de su puñal levantó la servilleta que cubría la canasta, al tiempo que
decía:
−“¿Qué llevas ahí?”-
−“¿Qué llevas ahí?”-
La
infeliz muchacha turbada por la pena y el dolor, se encomendó al Cristo de su
devoción y, aparentemente sin inmutarse, con voz firme contestó:
−“Llevo
flores al Señor de Villaseca”-
Efectivamente
al levantar la servilleta, aparecieron a la vista de Don Martín las más frescas
y hermosas rosas que él hubiera imaginado.
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