En el esplendoroso Valle de México un
día, muy temprano por la mañana, una hermosa joven indígena de larga cabellera
negra y ojos de obsidiana, se desataba los cordones de sus sandalias hechos con
cintas de oro y guarnecidas de piedras preciosas.
Ya despojada de sus cacles y con los
pies libres, procedió a quitarse el suntuoso huipil de fino algodón blanco,
entretejido con pelo de conejo y piececillas de oro trabajadas finamente. La
joven se quedó sólo con su cuéitl, su enagua, decorada con estampados de
flores y de aves exóticas.
En seguida, procedió a desatarse las
gruesas trenzas para dejar caer libre a su lustrosa cabellera, y proceder a la
limpieza de su melena y de su joven y fuerte cuerpo con las clarísimas aguas
del arroyo junto al que se había colocado. Usando como jabón la yerba llamada
amolli se aseó cabellera y cuerpo. Secóse con un lienzo de suave algodón y
empezó a vestirse nuevamente.
La joven no se había dado cuenta que,
escondido entre los matorrales y muy cerca del arroyo, la observaba un joven
soldado de Hernán Cortés llamado Juan Cansino. El muchacho era fuerte, guapo, y
mujeriego. Al ver a la doncella, Juan quedó muy impresionado con su belleza.
Tres días seguidos volvió al mismo lugar con la esperanza de volverla a ver,
pero ella no apareció. Al cuarto día, cuando Juan ya desesperaba, la bella
india regresó y procedió a asearse cabellera y cuerpo como acostumbraba.
En esas estaba cuando sintió que unos
fuertes brazos la aferraban y la conducían un bosque cercano el cual
atravesaron hasta llegar al campamente en donde se encontraban las tropas del
Capitán Cortés. Juan, sigilosamente y sin que nadie se diese cuenta, metió a la
chica en una choza y la sentó en un icpalli, la silla indígena que había robado
a un cacique. Ante tanta hermosura e impresionado por su increíble cabellera,
Juan le declaró su amor a la asustada niña quien, sin proponérselo, había
sucumbido ante la gallardía de Juan Cansino y se había enamorado de él.
Las ordenanzas oficiales de Cortés
decretaban que todas las joyas, dinero, piedras preciosas, plumajes, y en fin,
todas las riquezas que se encontrasen, debían serle entregadas para apartar el
quinto real y distribuir lo restante, de manera equitativa, entre sus capitanes
y la soldadesca; además, los esclavos indios debían ser herrados y confiscados
para que Cortés dispusiera de ellos como más le conviniese. Juan y la joven
india estaban muy angustiados porque no había dado parte de su hallazgo a
Cortés, y en caso de ser descubierto sería ejecutado lo que implicaba que ya
nunca más podría ver a su amada.
Un buen día la joven le dijo a Juan
que como ambos se querían con locura lo mejor sería que le herrase la cara y la
convirtiera en su esclava.
A la niña no le importaba perder su
belleza con tal de permanecer al lado de su amante. Así se hizo Juan y herró
ambas mejillas a su amada con un hierro al rojo vivo.
Culúa, el cacique padre de la
india, por mucho tiempo la estuvo buscando, hasta que alguien le informó que
estaba con los españoles y era la esclava de uno de ellos, de un tal Cansino.
Culúa, inmediatamente, acudió a ver Cortés para contarle lo que le habían hecho
a su hija predilecta, la cual, a causa del herraje sufrido, había perdido se
hermosura y se había convertido en una pobre esclava al servicio de Juan
Cansino.
El conquistador, conmovido ante la
pena de Culúa, mandó apresar a Juan y ordenó que se instalase un cadalso en el
Real, para que el desobediente joven pagara por sus delitos y fuese degollado.
Ante tan terrible situación,
Juan Cansino nombró su defensor al doctor Alonso Pérez. Sin embargo, de
nada valieron las valiosas artes del letrado, ni sus argucias ni su sabiduría,
pues Juan fue declarado culpable y merecedor de la pena que se le imponía.
Sin muchas esperanzas, el joven le
pidió a su abogado defensor que fuese a ver a Hernán Cortés para solicitarle
una entrevista a solas. Cortés, magnánimo, le concedió la entrevista. Poco
después, el capitán y Juan se encontraban en el sitio donde estaba ya
construido el cadalso en que había de morir el enamorado raptor.
Los tambores de las capitanías estaban
listos para tocar el redoble, las banderas se veían gachas en señal de luto,
los conquistadores, tan sanguinarios y duros generalmente, estaban tristes y
llorosos. Ante un terrible silencio, Hernán Cortés tomó la palabra:
-Capitanes
y soldados, Juan Cansino desobedeció y no hizo caso de mis ordenanzas, por lo
cual le he sentenciado a ser degollado. Ya está listo el cadalso, el
hacha y el verdugo para que sea cumplida la sentencia. Sin embargo, yo soy una
persona agradecida y siempre recordaré con gratitud que cuando me encontraba en
la Isla La Española, preso y vejado, Juan Cansino me liberó con riego de perder
su propia vida, la arriesgó para salvarme de una muerte segura. Por este hecho,
del que siempre estaré agradecido, hoy yo le perdono la vida y conmutó la pena
a ser desterrado a España-
Juan, emocionado y lleno de gratitud,
abrazó a Cortés, al cacique Culúa y a la hermosa india de espectacular
cabellera negra y lacia. Los tambores redoblaron alegres, las banderas ondearon
al viento, todos los capitanes reían y se abrazaba de contento, y Juan Cansino
fue llevado en hombros por todo en campamento Real. Culúa también perdonó a
Juan.
Poco tiempo después, el soldado de
Cortés y la bella esclava herrada, llegaron a Castilla, se establecieron en una
modesta pero bonita y confortable casa, donde vivieron muy felices y tuvieron
muchos mesticitos.