Hilario
sentía que su enfermedad se agravaba cada vez más. Desde hacía ya mucho tiempo
que padecía, y habían sido vanos todos los esfuerzos que había hecho por
curarse. Bien es verdad que, como sucede siempre con los enfermos que sufren
por largo tiempo, no había sido constante en curación; nunca había sido
atendido por un médico siquiera por el espacio de un mes. El se decía para sus
adentros:
¿Para qué
curarme un médico? Los médicos no curan el hechizo. No pueden curarlo ni creen
en él.
Y sin embargo,
por algo dicen que cuando el tecolote canta, el indio muere... ¡yo no tengo
remedio!
Hilario
estaba enhechizado por una mala mujer a quien desgraciadamente había él querido
con todo el -corazón; pero, al fin, se habían separado por no haberse podido
comprender una a otro.
Ella
tenía mal carácter, y ahora se vengaba del pobre hombre causándole un mal
incurable. Todo el barrio, de Manrique lo sabía, y aun había personas que
aseguraban que Teófila, la amada perversa, tenía en un lugar secreto de su
casa, un muñeco que era el vivo retrato de Hilario, con una espina clavada en
la espalda...
Aquel infeliz se moría a pausas, sufriendo atroces dolores, ¿La espina? La espina que tenía el muñeco clavada en a espalda le causaba terribles dolencias que los médicos no saben curar, porque dicen que son los riñones. ¡Los riñones!... ¡El hechizo! El hechizo era lo que hacía padecer a Hilario.
Aquel infeliz se moría a pausas, sufriendo atroces dolores, ¿La espina? La espina que tenía el muñeco clavada en a espalda le causaba terribles dolencias que los médicos no saben curar, porque dicen que son los riñones. ¡Los riñones!... ¡El hechizo! El hechizo era lo que hacía padecer a Hilario.
Margarita,
su hermana, le hacía cuanto remedio le aconsejaban los vecinos del barrio, y
sobre todo los boticarios, que en Colima presentaba a los médicos una gran
ayuda en el ejercicio de la profesión, pues ellos curan la bilis, sin cobrar
más que la medicina; curan piadosamente y con toda generosidad, el mal del amor,
principalmente a los rancheros decepcionados que acuden a ellos en busca de
consuelo, y les venden unos polvitos blancos y dulces, como si fuera de azúcar
molida, diciéndoles que es el polvo de enamorar, mucho más eficaz que elixir
del doctor Dulcamara; ellos venden unciones de manteca de elefante y aceite de
cocodrilo legítimo para las reumas, y preparan polvos de víbora inmejorables
para las enfermedades de la sangre... Pero el hechizo... ¡el hechizo no lo curan
ni los boticarios de Colima!
Un día,
ya al atardecer ya con la esperanza perdida, la atribulada Margarita pensó
hablarle a un médico que fuera a hacerle una visita a su hermano, no para que
lo curara, sino para que lo viera y en trance fatal de la muerte que ya
esperaba, le diera el certificado de defunción, sin el cual no podía enterrar
el cadáver.
¡Tiene unas ocurrencias el gobierno! ¿Qué necesidad hay que sea un médico el que asegure que está muerta una persona, cuando la presencia del cadáver es prueba mejor que cualquier papel escrito?, pero así son las cosas.
¡Tiene unas ocurrencias el gobierno! ¿Qué necesidad hay que sea un médico el que asegure que está muerta una persona, cuando la presencia del cadáver es prueba mejor que cualquier papel escrito?, pero así son las cosas.
El médico
llegó ya casi entrada la noche.
La pieza
estaba apenas alumbrada por una vela de grasa de buey que difundía una tenue
luz amarillenta y vacilante, dando a la estancia un aspecto fantástico y
lúgubre, desde la mesa en que estaba colocada, hasta otra mesa corriente llena
de botellas y trastos de cocina. El enfermo, con una respiración fatigada y
angustiosa, yacía en un catre de madera. En el semblante expresaba la cercanía
del último momento. El médico lo examinó; escuchó silencioso y atento algunas
palabras entrecortadas por la angustia de la respiración, sacó del bolsillo
algunas hojitas de papel, y recetó. ¿Qué recetó? ¡Letra ininteligible, como la
de todos los médicos! Letra que solo saben entender los boticarios, porque ellos
todo lo saben. Antes de retirarse, el médico dio al enfermo lo único que podía
darle: la esperanza.
Pero
llamó aparte a Margarita para explicarle como debía darle la medicina al
enfermo, y advertirle que ya era extemporáneo el esfuerzo por la curación,
esfuerzo que hacía en cumplimiento de un deber profesional, porque un buen
médico, como el buen soldado, tiene la obligación de luchar, aunque sea
inevitable la derrota, haciéndose la ilusión de conseguir la victoria. En aquel
momento recetaba por deber, pero sin esperanza.
El médico
no se equivocaba, aún venía de la botica con la medicina, cuando el enfermo
expiró. Bien claro lo decía el canto lúgubre del tecolote que desde al
obscurecer se escuchaba entre el ramaje espeso del aguacate del corral,
infundiendo en el barrio cierto misterioso terror. ¡Qué había de poder la
ciencia médica contra el hechizo! Este solo pueden curarlo los hechiceros.
Tales creencias vinieron a confirmarse poco después de expirar el enfermo, que cuando tenía su cadáver en el suelo con una teja para que ganara las indulgencias, se levantó de medio cuerpo atemorizando a los presentes y arrojó algo por la boca. −¡Ya lo ven!− exclamaron todos− ¡La postema! ¡No cabe duda, estaba enhechizado por aquella mala mujer!
Tales creencias vinieron a confirmarse poco después de expirar el enfermo, que cuando tenía su cadáver en el suelo con una teja para que ganara las indulgencias, se levantó de medio cuerpo atemorizando a los presentes y arrojó algo por la boca. −¡Ya lo ven!− exclamaron todos− ¡La postema! ¡No cabe duda, estaba enhechizado por aquella mala mujer!
Sepultaron
el cadáver de Hilario, que vulgarmente era conocido en el barrio de Manrique,
por el apodo de El Pando, y por varios días, al oscurecer, confirmando la
opinión popular, siguió el tecolote cantando lúgubremente entre el ramaje
espeso del aguacate del corral.
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