Había una vez un niño indígena muy pobre y muy solo
que en sus tristes andanzas un día llegó a la iglesia de Flamacordis,
localizada en la parte baja de Acasico en los Altos de Jalisco.
Su intención era pedir amparo a los frailes que
vivían en el convento anexo. Les contó su desgracia y les dijo que hacía muchos
días que caminaba constantemente, y que no había probado alimento.
Les suplicó a los religiosos que le diesen algo con
que aplacar su espantosa hambre, y un rinconcito donde poder dormir por una noche.
Al otro día partiría sin falta.
Al
escuchar la petición los frailes dudaron, les dio desconfianza el niño
harapiento, pero al ver la sinceridad en sus ojos, se les ablandó el corazón y
accedieron a que se quedase el niño cora a dormir en el templo.
Al otro
día, los religiosos acudieron a la iglesia para ver si el niño se encontraba
bien, pero sobre todo para comprobar que el templo estuviera en buen estado,
pues acababa de ser remozado y aún algunas paredes se encontraban fresca de la
encalada.
En seguida,
se dieron cuenta de que el infante no se encontraba en el templo. Lo buscaron
por todos lados y no le encontraron.
No se lo
explicaban, pues las puertas habían sido cerradas por fuera, era imposible que
desapareciera.
Cansados de
buscar, de pronto notaron que la Capilla de Flamacordis estaba decorada con
innumerables paisajes hermosísimos que supusieron los había hecho el niño
indígena.
No se lo
explicaban, pues el niño no tenía pinturas y la noche no habría sido suficiente
para realizar tan vasta y hermosa tarea.
Los
habitantes de la población pronto se enteraron del milagro, devotos y plenos de
fe, empezaron a adorar la imagen del Niño de Flamacordis.
Como
empezaron a ocurrir milagros, la iglesia del pueblo de Mexticacan, en Jalisco,
se convirtió en lugar de peregrinación a donde acudían creyentes de todas
partes del país, a ver el milagro de la capilla, y a venerar al niño indio que
la había decorado en tan solo una noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario