Hace muchos años, allá por
1929, en el pueblo de Coyoacán, ahora una de las diez y seis delegaciones del
Distrito Federal, localizada hacia el sur, vivía una niña llamada Laura con sus
padres, en una bella casona rodeada de hermosos jardines.
En una esquina exterior de
la casa había una hornacina que tenía un pequeño altar dedicado a la Virgen
María. Era el sito preferido de la niña Laura, donde se escapaba a jugar, aun
cuando sus padres se lo habían prohibido, pues era un tanto cuanto peligroso
por los carros que por ahí circulaban aunque escasamente.
Un desafortunado día, Laura
salió a jugar con su aro en su sitio preferido, la famosa esquina de la
hornacina. La pelota se le escapó de las manos y fue a dar al arroyo;
descuidadamente, la niña se lanzó en su persecución, y quiso la mala suerte que
en ese momento un automóvil pasara a gran velocidad y la atropellara.
El chofer se alejó
inmediatamente del lugar de los hechos, sin prestar ninguna ayuda a la pequeña,
que quedó tirada, ensangrentada y agonizando en el suelo.
En eso, se apareció el
Diablo y le propuso un pacto para salvarla, la niña agonizante, pero
esperanzada, aceptó.
Pero todo fue un engaño, el
Diablo no le devolvió la vida, se la llevó a una dimensión desconocida donde
quedó Laura penando para siempre, sin poder salir jamás de ese estado en la
tierra de nadie.
Desde entonces, dicen los
vecinos de Coyoacán que cualquiera que pase por la esquina de la hornacina
puede ver al espíritu de Laura jugar con la pelota, y revivir el terrible
momento en que el automóvil la atropelló.
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