jueves, 26 de noviembre de 2015

EL MONTE ENCANTADO



Había caminado casi toda la tarde, y cuando ya se había hecho noche me senté a un costado del camino a descansar.  No estaba solo, me acompañaba Rufo, mi perro.

Al sacarme la mochila sentí que estaba mucho más liviano, y fue un alivio. Rufo se acostó a mi lado después de dar vueltas y vueltas sobre el pasto. Estaba casi todo oscuro pero se distinguían algunas cosas.  A unos diez metros del solitario camino empezaba a elevarse un monte pequeño, poco más que una arboleda. No estaba muy lejos de una zona poblada, mas desde allí no se veía ni una casa, ni una luz, y por el camino hacía rato que no pasaba ningún vehículo. 

Cuando uno cree estar solo se sobresalta al advertir de golpe a otra persona, y esta figura dudosa se movía en la oscuridad.  Tenía una linterna en la mano pero no quise encenderla. Tal vez el otro no me había notado; a nadie le gusta que lo encandilen de pronto. Si era alguien que creía que no lo había notado, y traía alguna mala intención, se iba a llevar una sorpresa desagradable. Pero la sorpresa desagradable me la llevé yo, porque en un momento dado me pareció que no tenía cabeza.

Encendí la linterna y no había nadie. El foco de luz recorrió de un extremo al otro el montecillo pero no logré ver nada. Al encender la linterna Rufo se había parado, y un rato después permanecía así, atento hacia el monte. De repente salió disparado y se metió a toda prisa entre los árboles. Lo llamé pero no me hizo caso. Pronto dejé de escuchar el ruido que hacía al pasar entre ramas y todo volvió a estar en silencio. 

Entonces me acerqué al monte y lo llamé una y otra vez, silbé, más cuando hacía una pausa para escuchar, nada, ni un ruido. 

Supuse que el monte era más grande de lo que me parecía.  Ya estaba seguro de que había algo raro allí, pero no podía dejar a mi mejor amigo. Me interné entre los árboles y, linterna en mano empecé a buscarlo. En el mismo momento que gritaba o silbaba, una voz apenas audible repetía: “Por aquí, por aquí”, pero como apenas la escuchaba y sonaba junto a los sonidos que yo emitía, hasta que no la escuché varias veces no estuve seguro.

Aquel lugar estaba embrujado. Empecé a desesperarme por salir. Cuando intentaba volver al camino entre una maraña de ramas, algo me habló de muy cerca, casi me susurró al oído:  “No te vayas a perder”. En ese instante creí que iba a enloquecer de terror.

Por suerte enseguida pude salir de la arboleda.  Al volver al camino seguí esperando a Rufo, aunque empezaba a creer que no lo vería nunca más.  Un rato después apareció, dándome una alegría inmensa.

Y ahí si me marché de allí. Hasta no alcanzar las luces del pueblo no perdí de vista a Rufo, no porque temiera que se alejara nuevamente, sino porque desconfiaba que realmente fuera mi perro.

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