Había caminado casi toda la
tarde, y cuando ya se había hecho noche me senté a un costado del camino a
descansar. No estaba solo, me acompañaba Rufo, mi perro.
Al sacarme la mochila sentí
que estaba mucho más liviano, y fue un alivio. Rufo se acostó a mi lado después
de dar vueltas y vueltas sobre el pasto. Estaba casi todo oscuro pero se
distinguían algunas cosas. A unos diez metros del solitario camino
empezaba a elevarse un monte pequeño, poco más que una arboleda. No estaba muy
lejos de una zona poblada, mas desde allí no se veía ni una casa, ni una luz, y
por el camino hacía rato que no pasaba ningún vehículo.
Cuando uno cree estar solo
se sobresalta al advertir de golpe a otra persona, y esta figura dudosa se
movía en la oscuridad. Tenía una linterna en la mano pero no quise
encenderla. Tal vez el otro no me había notado; a nadie le gusta que lo
encandilen de pronto. Si era alguien que creía que no lo había notado, y traía
alguna mala intención, se iba a llevar una sorpresa desagradable. Pero la
sorpresa desagradable me la llevé yo, porque en un momento dado me pareció que
no tenía cabeza.
Encendí la linterna y no
había nadie. El foco de luz recorrió de un extremo al otro el montecillo pero
no logré ver nada. Al encender la linterna Rufo se había parado, y un rato
después permanecía así, atento hacia el monte. De repente salió disparado y se
metió a toda prisa entre los árboles. Lo llamé pero no me hizo caso. Pronto
dejé de escuchar el ruido que hacía al pasar entre ramas y todo volvió a estar
en silencio.
Entonces me acerqué al monte
y lo llamé una y otra vez, silbé, más cuando hacía una pausa para escuchar,
nada, ni un ruido.
Supuse que el monte era más
grande de lo que me parecía. Ya estaba seguro de que había algo raro
allí, pero no podía dejar a mi mejor amigo. Me interné entre los árboles y,
linterna en mano empecé a buscarlo. En el mismo momento que gritaba o silbaba,
una voz apenas audible repetía: “Por aquí, por aquí”, pero como apenas la
escuchaba y sonaba junto a los sonidos que yo emitía, hasta que no la escuché
varias veces no estuve seguro.
Aquel lugar estaba
embrujado. Empecé a desesperarme por salir. Cuando intentaba volver al camino
entre una maraña de ramas, algo me habló de muy cerca, casi me susurró al
oído: “No te vayas a perder”. En ese instante creí que iba a enloquecer
de terror.
Por suerte enseguida pude
salir de la arboleda. Al volver al camino seguí esperando a Rufo, aunque
empezaba a creer que no lo vería nunca más. Un rato después apareció,
dándome una alegría inmensa.
Y ahí si me marché de allí.
Hasta no alcanzar las luces del pueblo no perdí de vista a Rufo, no porque
temiera que se alejara nuevamente, sino porque desconfiaba que realmente fuera
mi perro.
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