Tenía yo como unos ocho años
cuando estaba en el Liceo de Niñas de Guadalajara, Jalisco.
A un grupo de niñas
premiadas de la escuela por ser aplicadas, lo llevaron al cine, yo estaba entre
ellas porque era muy buena estudiante.
Cuando regresamos del cine
al Liceo, entramos a un salón de clases que era muy grande, había bancas, un
pizarrón enorme y un piano para estudiar.
Era un salón que yo no
conocía, porque estaba en una parte nueva de la escuela. Como yo era la más
chiquita de todas las niñas entré primero al salón.
De repente, vi a una persona
que se desprendía de un rincón: toda vestida de negro, con un aura blanca
alrededor; las manos, luminosas, sobre el pecho, como si tuviera fuego en
ellas, algo le brillaba en las manos.
Yo me la quedé viendo y
exclamé:
– ¡Madre, madre, aquí está
una monja!
Entonces, aquella mujer se
acercó al pizarrón que era de tripié, y cruzando los brazos sobre el pecho,
empezó a gritar:
– ¡Elisa, sálvame!
Era un grito muy ahogado, yo
lo oí, y lo oyeron otras dos o tres niñas que estaban cerca de mí. Yo me asusté
mucho, porque el grito fue donde yo no lo esperaba, y menos que me gritara, que
me gritara a mí pues ese es mi nombre:
– ¡Elisa, sálvame!
Entonces, empecé a dar de
gritos, y quise corre hacia las bancas. Todas las otras niñas se asustaron.
Llegó la profesora, y en lo que encendieron las luces ya no había nadie; pero
encontraron la huella de unos pies descalzos.
A mí me llevaron en un grito
a la casa, rapidísimo desde el Liceo a la casa. Yo había gritado “madre” sin
saber por qué, las del Liceo eran profesoras y no monjas.
Poco después un tío que se
llamaba Juan Casillas, nos dijo que esa parte de la escuela, donde
estaba ese salón, la habían aumentado y que era parte de un antiguo convento,
donde había monjas que empezaban desde muy chiquitas a vivir ahí, y nunca más
salían.
Esa fue la historia que me
sucedió, tal vez la monja que vi quería salir del encierro en que vivía, tal
vez sus padres la forzaron a ser monja, quién sabe.
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