De esta
leyenda existen algunas variantes transmitidas por distintas generaciones. Por
ejemplo, la maestra Aida Varela es autora del relato Un encuentro Inesperado.
Yo únicamente entrelacé testimonios orales de un hecho que
transcurrió lejano a nosotros. Algo circunstancial y fantástico.
Tradicionalmente
en los casinos Español. Filarmónicos, Victorense y Salones Alianza cada sábado
se celebraran animados bailes
que en las décadas de los cuarenta y cincuenta eran una de las principales
fuentes de diversión en Ciudad Victoria, con la presencia de muchachas
casaderas.
La fiesta
que voy a referir sucedió en el salón de la Sociedad Mutualista
de la Colonia Mainero, fundada a finales del siglo XIX. Marielena llegó al
baile en compañía de unas amigas, quienes tuvieron que hacer hasta lo imposible
para que aceptara la invitación. Ella era secretaria en una oficina de
gobierno, y no obstante que trabajaba de lunes a viernes prefería quedarse en
su casa los fines de semana, al amparo de actividades domésticas, sin
doblegarse a los placeres que ella calificaba mundanos. Pero esta ocasión
decidió romper la rutina.
Apenas entraron al salón, algunas miradas indiscretas voltearon hacia ellas,
quienes se sintieron extrañas
en un ambiente de pleno apogeo y jolgorio, donde los bailadores se movían al
ritmo de las melodías de la orquesta Los Gatos Negros de Tampico.
No tuvieron problemas para encontrar lugar donde ubicarse, trasladándose
junto ala pared donde los organizadores habían colocado una hilera de sillas.
Las cuatro se sentaron entre risas y cuchicheos. Marielena vestía falda
amarilla con blusa del mismo color pero en tono más bajo, que la distinguía del
resto del grupo. Por tal motivo acaparó la atención de algunos pretendientes
que se acercaron a solicitarle los acompañara a la pista de baile, pero ella se
negó una y otra vez inventando cualquier pretexto. “No me gusta la orquesta…
mejor espero a que toquen los Príncipes del Swing de Rudy Valera”… “No sé
bailar música tropical”. Argumentaba a cada momento cuando algún caballero se
le acercaba con pretensiones de invitarla a la pista.
De pronto, bajo el marco de la puerta apareció un hombre elegantemente
vestido con traje oscuro, camisa de seda, sombrero de bombín y zapatos negros
de charol. Su aspecto era diferente al resto de los muchachos de clase media.
Estaba solo y sonreía con éxtasis, luciendo en su chaleco un fistolillo de oro.
Varias de las jóvenes adivinaron inmediatamente que se trataba de un hombre
adinerado en busca de pareja.
Mientras los músicos de Rudy iniciaban los primeros compases del danzón
Nereidas, el personaje recorrió con su mirada aquél el sitio hasta encontrar a
Marielena, y enseguida se dirigió galantemente a ella. A poca distancia clavó
sus ojos en la dama y con voz dulce, lenta y cadenciosa, extendiéndole su mano
la invitó a bailar.
A ella le pareció raro que el desconocido usara guantes blancos, y
después de aceptar la invitación, en pleno baile le preguntó:
-“¿Por qué usa guantes en este clima tan caluroso?”-
-“Es para no dañar su piel de terciopelo señorita…”- respondió
maliciosamente.
Aquél halago a su vanidad, provocó un ligero escalofrío en todo su
cuerpo, y sin pensarlo se acercó al bailador, quien con más confianza apretaba
su cintura. Al otro extremo, sus amigas veían la escena, imaginando un cuento
de hadas.
A ese danzón siguieron boleros, chachachá y
pasodobles, los que se repitieron aquella noche hasta que los filarmónicos
marcaron el final del entretenimiento. Entonces Marielena preguntó la hora a su
compañero, y éste, sin quitarse el guante miró el reloj y dijo: “Sólo unos
minutos… y serán las dos de la mañana”.
La noche lucía con una singular pureza, cuando
el grupo decidió salir a la calle para dirigirse a sus casas. A pesar del cielo
despejado, apenas se veían algunas estrellas que iluminaban plácidamente el
panorama celestial victorense.
En medio del inevitable desvelo, el caballero
ofreció acompañarlas hasta su hogar. Ellas aceptaron temiendo que les pudiera
pasar algo pues iban solas.
Caminaron algunas cuadras hasta llegar al puente
del río San Marcos. En sus raquíticas aguas se balanceaban las ramas de los
sabinos, y se podía respirar la humedad o escuchar claramente la corriente del
agua que bajaba desde el cañón de la Sierra Madre.
De pronto el hombre se detuvo ante Marielena y el resto del grupo
se adelantó un poco para no interrumpir el romance. Luego en tono de disculpa
el misterioso caballero le dijo que lamentablemente tenía que despedirse para
atender un asunto urgente. Ella lo miró a los ojos y adivinó en su rostro algo
inusual, mientras el espacio se fue cubriendo de neblina, haciendo la noche más
pesada. El se acercó con ansias indefinibles a Marielena, se despojó de sus
guantes y en ese instante la apretó en sus brazos, mientras la besaba piadosamente
en la boca, preparando su retiro.
Aturdida, como si hubiera despertado de un pesado sueño no logró
percatarse cuando su galán desapareció inexplicablemente en la penumbra, sin
dejar rastro. Asustada corrió al encuentro de sus amigas, quienes impacientes
le hacían preguntas sobre el enigmático personaje, pero les comentó que se
sentía un poco mareada.
Al oír las voces femeninas, un velador que caminaba por la acera de
enfrente se acercó al grupo, iluminando con una lámpara el rostro de Marielena,
quien estaba a punto de desfallecer. En sus labios, manos, espalda y hombros
aparecían huellas de sangre, como si le hubieran desgarrado su piel con uñas
afiladas. El guardián sacó de la bolsa de su pantalón un pañuelo y lo
empapó de mezcal colocándolo en su nariz, hasta que Marielena recuperó el
conocimiento. Luego las condujo al sitio donde se había despedido del extraño
ser.
En el lugar localizaron un montón de ropa negra
y unos guantes. Cuando removieron las prendas percibieron en el ambiente un
inconfundible olor a azufre, además localizaron una pata de gallo con algunas
plumas chamuscadas.
Horas más tarde la noticia corrió de boca en
boca, y encabezó los titulares del periódico El Gallito de don Lucio
Mancha. Se hablaba de apariciones diabólicas y hechos sobrenaturales que los
familiares de Marielena tenían que desmentir a curiosos e impertinentes.
Platican que sus desesperados padres no soportaron las habladurías de la
gente, y para evitar mayores males para su hija, acordaron mudarse a otra
ciudad, lejos de todo comentario relacionado con espantos y sustos.
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