En el barrio de Tacubaya de
la Ciudad de México, el antiguo Atlacuihuayan de los mexicas, ahora
perteneciente a la Delegación Miguel Hidalgo, hace ochenta años vivía un
notario, don Antonio Valdés y Pompa.
Poseía una casa grande y
antigua, muy bella, que databa de la época anterior al porfiriato, de la
Colonia, según decían algunos arquitectos.
En la cocina de la casa,
sobre el brasero, el hogar de la cocina que anteriormente se empleaba para
guisar con leña y carbón, constantemente se caía uno de los mosaicos que
tapizaban las paredes.
El mosaico se caía, lo
volvían a pegar con cemento, y ¡listo! Quedaba reparado.
Al mes, a los dos meses, se
volvía a caer exactamente el mismo mosaico, a despecho del cemento utilizado
que según decían era de muy buena clase.
Y esa faena de caerse el
mosaico y volverlo a poner duró más de diez años. Al cabo, don Antonio se
compró una notaría en Oaxaca y se fue para allá a vivir. Naturalmente otra
persona compró la casa.
Como tenía ideas modernistas
al nuevo propietario le chocó el tipo de cocina, porque era cocina poblana
antigua llena de mosaicos que causaba muchas molestias a su esposa y no dejaba
de tener algunos alacrancillos en sus entrañas. Repito, como el nuevo dueño era
muy moderno quería cocina de gas, y mandó quitar el brasero y levantar los
mosaicos.
Al hacer el destrozo, los
albañiles se llevaron al mosaico que se caía. Entonces encontraron que todita
esa pared de la cocina estaba llena de centenarios.
El nuevo propietario de la
casa se volvió rico, porque se trataba de muchísimo dinero.
Al notario, don Antonio no
le tocó nada dinero, por supuesto, ni supo del hallazgo, menos mal porque le
hubiera dado un infarto.
Eso le pasó por no hacer
caso a las señales del Más Allá, pues’n.
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