Cuando nosotros, la familia
Cabrera Torres, vivíamos en la calle de Perú, en la Ciudad de México, había una
señora indígena llamada Adelaida, que cada ocho días le llevaba el chocolate de
metate a mi mamá a la casa, nunca fallaba y mi mamá, doña Emma, siempre le compraba el suficiente chocolate para toda la semana, pues desayunábamos y
cenábamos unas grandes tazas llenas de espumoso chocolate que mi madre sabía
hacer muy bien.
Un día mi mamá estaba en la
cocina preparando la comida junto con Soledad, la cocinera.
La cocina, que era muy
grande, estaba muy al fondo de la casa.
De repente, vio por el
pasillo pasar a la señora Adelaida y meterse en su recámara, sentarse en el suelo
y sacar de su canasta el chocolate y repartirlo como si lo estuviera vendiendo
en algún puesto del mercado.
Entonces, mi mamá le dijo a
Soledad:
–Ahorita vengo, voy a
recibir a Adelaida porque ya llegó con el chocolate, lo voy a escoger.
Y se fue mi mamá a la
recámara. Cuando entró en ella resulta que Adelaida no estaba, no había nadie.
–¡Ay, qué raro!, ¿dónde se
iría? Pues si yo la vi perfectamente que entró y sacó su mercancía.
Les preguntó a todos los que
estaban en la casa si habían visto a Adelaida, pero no, nadie la había visto.
Pasaron varias semanas y
Adelaida nunca apareció para vender el chocolate a mi mamá.
A los dos meses, fue su
nuera a avisarle a mi mamá que Adelaida había muerto el mismo día que se le
apareció a mi madre en la recámara.
Se había ido a despedir de
mamá a la que quería mucho.
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