En la época de la Colonia
existía en el centro de la Ciudad de México una pequeña calle llamada el
Callejón del Diablo.
Era oscuro y tenebroso, y
solamente tenía una vivienda muy pobre en la cual vivía un tuberculoso.
A nadie le gustaba pasar por
el callejón de marras. Una noche, un joven se encontraba en una tertulia, se le
hizo tarde y, para cortar camino entró al callejón. De pronto vio una silueta
apoyada en uno de los árboles.
Se asustó, pero dominando su
miedo se acercó al sujeto; cuando se encontraba cerca de la figura, vio que se
trataba de un ser espeluznante que reía a mandíbula batiente.
El joven, al ver la terrible
aparición, echó a correr despavorido. La anécdota se supo por toda la ciudad, y
ya nadie deseaba pasar por ahí al saber que se aparecía el Diablo.
Un brujo reconocido por sus
habilidades, aconsejó que para apaciguar al Diablo y evitar que saliese por
otras calles, se le colocaran en el árbol monedas de oro y joyas. Así se hizo.
Al otro día las monedas ya no estaban bajo el árbol. El Diablo parecía
complacido.
Un día, dos marineros, lobos
de mar y muy corridos en aventuras, supieron del aparecido del callejón y
decidieron ir a indagar qué había de cierto en tal historia. Decidieron entrar
al callejón a la medianoche.
Vieron al Diablo recargado
como siempre en el árbol. Ya estaba listo para encender su antorcha de azufre
cuando, de repente, vio aparecer una luz y se vio a un ser peludo, larga cola,
pezuñas, e imponentes cuernos que era el verdadero Satanás.
El Diablo del árbol sintió
una quemadura en las posaderas, gritó de dolor, y al ver al otro Diablo, salió
corriendo al tiempo que decía: ¡Auxilio, Jesús mío, el Diablo quiere llevarme!
Los dos marineros se
quedaron vigilando en el callejón hasta el otro día. Pero el Diablo peludo y
con grandes cuernos no se volvió a aparecer.
Unos días después, en la
ciudad se sabía que uno de los señores importantes se encontraba muy enfermo a
causa de una fuertes quemaduras en los glúteos que se habían infectado.
Arrepentido de sus acciones,
el supuesto Diablo se confesó, y donó las joyas y las monedas de oro mal
habidas a los pobres.
Así dieron término las
apariciones del supuesto Diablo fraudulento, castigado por el verdadero
Demonio, que nunca más se volvió a aparecer y que escarmentó a su ambicioso
suplantador.
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