Cuenta
la leyenda que el último viaje que Cortés emprendió a España no fue tan agradable
como el primero que realizara en el año de 1540. El rey le recibió bastante
fríamente, sin que por ello en la corte dejaran de llevar a cabo bastantes
festejos para celebrar su llegada.
Las
hermosas joyas en oro y plata que el Capitán le llevaba a Carlos V, de valor
inestimable, se habían perdido en un naufragio.
El rey,
que había prometido interceder en el pleito entre Cortés y el virrey de
Mendoza, no tomaba cartas en el asunto, a pesar del tiempo transcurrido. Las
cosas no le iban muy bien al marqués. Así las cosas, Cortés pensó en regresar a
la Nueva España a morir lejos de la tierra que le trataba tan mal a pesar de
las riquezas que le había proporcionado.
Para
preparar su retorno se refugió en Sevilla, sin pensar que ahí le aguardaban
nuevas preocupaciones, a causa del desastroso matrimonio que había hecho su
hija María.
Tantas
vicisitudes le procuraron una fuerte diarrea y otros males no menos graves, que
le llevaron a refugiarse en Castilleja de la Cuesta, a fin de evitar a los
continuos visitantes que lo importunaban a más y mejor.
Don
Hernán había hecho su testamento el 12 de octubre de 1547 en Sevilla, ante el
notario don Melchor de Portes y cinco testigos.
Las
clausulas del testamento estipulaban que si moría en España su cuerpo se
depositara en la capilla cercana al sitio donde muriese, para luego ser
trasladado a la Nueva España y ser enterrado en Coyoacán en el monasterio de la
Concepción de la orden de San Francisco, que se construiría específicamente, en
donde habría una cripta destinada a albergar sus restos mortuorios y los
de sus familiares.
Asimismo,
disponía que al morir se les diesen a cincuenta hombres pobres “ropas largas de
paño pardo y caperuzas de lo mismo”, para que con antorchas iluminasen su
entierro, finalizado el cual recibirían un real cada uno.
También
disponía el Capitán que a su muerte en tierras españolas, todas las iglesias y
monasterios efectuasen misas, y que luego se oficiaran mil más por las almas
del Purgatorio, dos mil por las almas de sus compañeros de conquista, dos mil
dedicadas “a quien tenía algunos cargos de que no se acordaba ni tenía
noticia”.
Además,
pedía que a su muerte todos los criados que estuviesen a su servicio fueran
regalados con vestidos de luto, se les dice de comer y beber, y a los que no se
quedasen al servicio de su hijo Martín, se les pagara “enteramente lo que se les
debiese de sus quitaciones”
Una de
las cláusulas del testamento de Cortés, ordenaba que sus huesos fuesen llevados
a México de acuerdo al criterio de su esposa doña Juana de Zúñiga; y qué se
agregasen a la cripta los esqueletos de su madre doña Catalina Pizarro, que se
encontraban en la iglesia del monasterio de Texcoco, y los de su anterior
esposa doña Catalina depositados, a la sazón, en el monasterio de Cuernavaca.
Agregaba
el dicho testamento que en el monasterio de la Concepción, que debía ser
construido expresamente para albergar su cuerpo en la capilla mayor, solamente
los restos de sus descendientes directos podían ser colocados en ella.
Una vez
terminadas las disposiciones de su testamento, el Capitán se retiró de Sevilla
y se dirigió a Castilleja de la Cuesta, donde le cuidó fielmente su hijo Martín
Cortés, el marqués que no el otro, el bastardo.
Un
escritor sevillano relata que Castilleja de la Cuesta era por ese tiempo
poco más que una aldea, un lugar.
Algunos caballeros de conocido solar, pero escasos
de fortuna, le habían escogido por asiento, y no era extraño se viesen aparecer
y descollar, entre las humildes moradas de los labriegos, vastos caserones,
destartaladas viviendas, que servían de retiro a estos pobres, pero linajudos
hidalgos.
En
Castilleja de la Cuesta, Cortés se alojó en la casa de su amigo Alonso
Rodríguez de Medina, la más bonitas del lugar; en ella encontró la muerte
en uno de los aposentos de la parte de abajo, en donde el conquistador se
encontraba acostado una noche del 2 de diciembre de 1547, acompañado de su hijo
Martín Cortés y de su amigo Alonso. Su confesor le había administrado los
santos óleos y recibido su confesión.
Cortés
estaba agitado y su respiración era alto dificultosa. Pasaba de la calma a la
desesperación agitada. Su hijo le consolaba. La leyenda nos dice que sus
últimas palabras pronunciadas con “acento lúgubre y tristísimo” fueron: -¡Mendoza…
no… no…Emperador… te, te lo prometo… 11 de noviembre… mil quinientos… cuarenta
y cuatro! Aludiendo, sin
duda, al rey de España, Carlos V, y a sus continuos pleitos con el primer
virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza y Pacheco.
En la Historia
general y natural de las Indias, nos dice Gonzalo Fernández de
Oviedo y Valdés: …que don Juan Alonso
Guzmán, duque de medina Cidonia, como gran señor y verdadero amigo de Hernán
Cortés, celebró sus exequias y honras fúnebres la semana antes de la Navidad de
Cristo, Nuestro Redentor, de Sevilla, é con tanta pompa é solemnidad como
pudiera hacer con muy gran príncipe. É se le hizo un mausoleo muy alto é de
muchas gradas, y encima un lecho muy alto, entoldado con todo aquel ámbito é a
la iglesia de paños negros, é con incontables hachas é cera ardiendo, é con
muchas banderas é pendones de sus ramas del marqués, é con todas las ceremonias
é oficios divinos que se pueden é suelen hacer á un gran príncipe un día á
vísperas é otro á misa, donde le dijeron muchas, é se dieron muchas limosnas á
pobres. É concurrieron cuántos señores é caballeros é personas principales ovo
en la cibdad, é con el luto el duque é otros señores é caballeros; y el marqués
nuevo o segundo del Valle, su hijo, lo llevó é tuvo el ilustrísimo duque é par
de sí: y en fin, se hizo en esto lo posible é suntuosamente que se pudiera
hacer con el mayor grande de Castilla.
Otra
versión de su muerte asegura que sus restos fueron trasladados al monasterio de
San Isidro, mientras se le trasladaba a la Nueva España conforme a sus
deseos.
El
cuerpo fue recibido por el prior y los monjes del monasterio, ante el escribano
de la villa de Santiponce, Andrés Alonso, y teniendo como testigos a ilustres
señores.
Se le
colocó, provisionalmente, en el sepulcro de los condes de Medina Cidonia que se
encontraba en el altar mayor.
En tal
sitio reposó el cruel Capitán hasta el 9 de junio de 1550, cuando sus restos se
quitaron para colocar los de Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Cidonia.
Entonces se le trasladó al altar de Santa Catarina en el mismo monasterio.
De ahí,
fueron llevados sus despojos a la Nueva España en el año de 1566, como lo pidió
en su testamento don Hernando Cortés, marqués del Valle de Oaxaca y capitán
general de la Nueva España y del mar del Sur, donde su llegada pasó
completamente inadvertida por autoridades, cronistas, pueblo, y clero.
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