Pedro Tótotl era un
muchachito nahua de quince años de Cacahuatlan, pequeño pueblo perteneciente al
Municipio de Amatlán de los Reyes, Veracruz. Pedro era alegre, delgado,
travieso y, sobre todo, muy curioso.
Siempre estaba espiando lo
que hacían los hombres mayores de su comunidad, quería aprender de ellos para
crecer rápido.
Sabía que los adultos
consumían hongos alucinógenos con el propósito de entrar en contacto con los
habitantes del Tlalocan cuando entraban en estado de éxtasis provocado por el
consumo de los hongos.
Sabía que los habitantes que
acudían al hombre que se drogaba, eran los niños que habían muerto sin ser
bautizados, que se habían convertido en xocoyomeh; es decir, “rayos de color
azul”, y que viven en el Tlalocan con el “padre” y la “madre”.
Sabía que para entrar al
Tlalocan se tenía acceso por medio de las cuevas.
Sabía, porque lo había visto
hacer a sus mayores, que para que los hongos diesen mejor resultado debían
ingerirse durante la fiesta llamada Yehuatzin o “transfiguración del Señor”,
que corresponde al 6 de agosto, cuando los hongos están en su apogeo.
Y sabía que los hombres
también eran útiles cuando estaban drogados para encontrar los objetos
perdidos, el futuro de la gente, el origen de las enfermedades o de las
brujerías, pues cuando los niñitos del Tlalocan aparecen pueden responder a
muchas preguntas si están en disposición de hacerlo.
Así pues, Pedro Tótotl se
dispuso a comer los hongos para sentirse adulto. Con paciencia esperó la fiesta
Yehuatzin.
Cuando llegó el 6 de agosto,
Pedro siguió sigilosamente a los hombres que iban a comer los hongos,
ceremonialmente, para comunicarse con los habitantes del Tlalocan.
Cinco entraron a una choza,
donde los hongos se encontraban dispuestos para ser ingeridos. Cuando el rito
dio término, los cinco hombres se alejaron, fue entonces que Pedro
entró en la choza y observó que habían quedado suficientes hongos para que los
pudiera ingerir.
Ni tardo ni perezoso, Pedro
se abalanzó a la jícara que los contenía y los comió todos. Al poco rato empezó
a alucinar, a verlo todo de una manera magnífica e increíble.
A lo lejos vio que se
acercaban los “rayos de color azul”, los xocoyomeh, pequeños y bellos niñitos
luminosos que se sonreían contentos.
Fascinado por lo que veía,
Pedro no se dio cuenta que uno de los niñitos de luz, sigilosamente se
desprendía del grupo y se acercaba a él por la espalda.
De repente, el xocoyomeh dio
un gracioso e inesperado salto y se metió dentro de Pedro, a la vez que decía
con una dulce y cruel voz: -¡Ahora sí estoy bautizado! ¡Ya puedo vivir en el
mundo de los vivos!
Nadie se dio cuenta de que
Pedro no era el mismo, solamente doña Angustias, su madre, percibió la
diferencia.
A todos sus familiares y
amigos les decía: ¡Por favor, fíjense bien, este Pedro no es mi Pedro! ¡Me ha
sido cambiado, me ha sido cambiado! Pero nadie le hizo caso, Pedro la miraba
socarronamente y sonreía…
Al mes del suceso relatado,
doña Angustias moría presa de la más espantosa de las locuras.
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