Una leyenda del estado de
Nayarit relata que hace muchísimos años las personas que habitaban en el Ejido
de Jarretaderas, en el Municipio de Bahía Banderas, trabajaban en los chilares
que se encontraban cerca del Río Ameca, río costero de la vertiente del océano
Pacífico.
Cuando acudían por las
tardes a realizar sus labores, cuando el Sol empezaba a meterse, escuchaban el
sonido de campanitas por toda la orilla del río.
Un cierto día, Adolfo estaba
en los chilares y había terminado sus labores, por lo que se encontraba
guardando sus herramientas de trabajo.
En ese momento comenzó a oír
las campanitas y vio que por la orilla del río caminaba una personas envuelta
en una albea sábana, y cuyos pies no tocaban el suelo.
Adolfo se asustó tanto que
corrió despavorido muerto del miedo. Al enterarse de lo ocurrido, tres
campesinos que tenían fama de valientes, decidieron averiguar qué sucedía.
Fueron a sus labores en el
chilar como siempre lo hacían, pero decidieron quedarse por la noche para
indagar sobre el misterio.
Cuando dieron las seis de la
tarde, escucharon el sonido de las campanitas, y unos extraños cánticos
eclesiásticos entonados por voces infantiles.
Buscaron el lugar exacto de
donde provenían los cantos y vieron a hombres que vestían mantos blancos con
capucha, y llevaban una gran cruz de madera colgada al pecho. Unos de los
valientes campesinos se puso a temblar de puro miedo y, aterrado, se fue
corriendo hacia su casa. Sus dos compañeros decidieron seguir a los fantasmas
por toda la orilla del río. Al llegar al mar, los muertos de metieron en él.
Como no llegaron a sus
casas, al siguiente día sus familiares fueron a buscarlos. Los encontraron
muertos en la playa con las caras con muecas que expresaban tremendo miedo y
terror.
Poco después de este funesto
hecho, los habitantes del Ejido de las Jarretaderas se enteraron que en el
sitio donde se aparecían los frailes fantasmas había una capilla que fue
arrasada por un maremoto y todos los religiosos murieron.
En seguida, se organizaron
misas en el lugar y se regó con agua bendita toda la orilla del río y la playa
en donde desembocaba.
Desde entonces, ya nunca más
volvieron a oírse la campanitas ni aparecieron los desafortunados frailes
muertos a causa de un maremoto.
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