María Angula era una niña conocida por su manía de lengua larga, aunque era
muy alegre, le gustaba enemistar a las personas llevando chismes de aquí para
allá. Tanto gastaba el tiempo en esto, que no pudo aprender las labores del
hogar, ni siquiera algo tan indispensable como cocinar.
Sus
problemas empezaron al casarse con Manuel, pues este le pedía todos los días
una comida que ella no sabía hacer.
Corría
entonces con su vecina Mercedes, una excelente cocinera para que le diera
instrucciones. Nada más terminaba la mujer de hablar, María salía con el cuento
de que ya sabía cómo hacerlo y que era bastante fácil.
Como
esto sucedía día tras día, la señora Mercedes estaba molesta y se decidió a
castigar a la irrespetuosa recién casada.
Cuando
vino María por indicaciones para un caldo de tripas con panza, la vecina le
dijo que fuera al cementerio con un cuchillo afilado para sacarle la panza y las tripas al último muerto del día.
Que
después volviera a su casa para lavarlos y cocinarlos con agua, sal y cebollas,
al hervir el caldo por unos diez minutos, un poco de maní… y nada más.
Igual
que siempre, María dijo que eso ya lo sabía, y siguió las instrucciones de la
vecina al pie de la letra.
En
el último momento allá en el cementerio, frente al semblante del muerto, quiso
huir, pero el miedo no se lo permitía; en su lugar, para terminar pronto con
aquella tarea, dirigió el cuchillo con sus manos temblorosas, y lo clavó en el cadáver fresco para arrancarle las entrañas.
El
marido sin saberlo, hasta se relamió los dedos ante aquella sabrosa comida.
Esa
noche, María Angula fue despertada de su plácido sueño, por unos aullidos
lastimeros, luego, unos pesados pasos hicieron crujir las escaleras que
llevaban hasta su cuarto.
La
pobre mujer se encontraba aterrada sobre su cama, un sórdido silencio invadía
el ambiente, después, en medio de un resplandor fosforescente un hombre fantasmal cruzó
por el umbral: —¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi panza que robaste de
mi santa sepultura!— gritaba el hombre de voz cavernosa.
El miedo de la mujer le salía hasta por los
ojos, apenas podía incorporarse llena de horror, ante aquella figura luminosa y
descarnada. Intentaba gritar para despertar a su marido, pero la voz se negaba
a salir conforme el difunto avanzaba mostrándole el hueco que había dejado en
su cuerpo.
Para no verlo, se metió bajo las cobijas, pero las manos frías y huesudas del profanado difunto la tomaron de las piernas para
arrastrarla hasta un lugar donde jamás pudieron encontrarla.
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