Nuestros
abuelos mexicas idolatraron a Huixtocíhuatl, Mujer de Huixtotlan, como la diosa
de los comerciantes de la sal y de las mujeres de la vida airada.
Solíanla
relacionar con los lagos y los mares donde existen salinas. Asimismo, la
veneraron como una de las diosas de la fertilidad.
Fue una
hermosa divinidad acuática, cuyos colores simbólicos fueron el azul y el
blanco, hermana del dios de la lluvia Tláloc, y de sus ayudantes los Tlaloques.
Contrajo nupcias con Tezcatlipoca, el Espejo Humeante, Señor del Cielo y de la
Tierra.
Vestía nuestra diosa huipil decorado
con olas de agua con chalchihuites bordados –piedra semi preciosa
verde- más una falda, o enredo, a juego.
Pintada
su cara de color amarillo. Portaba orejeras de oro puro, gorro de papel
con plumas de quetzal, y sandalias con pequeñas campanas de plata. En las manos
sostenía un escudo decorado con una flor acuática elaborada con hojas de la
hierba llamada atlacuezona, del escudo colgaban plumas de papagayo rematadas en
flecos recamados con flores hechas con plumas de águila. En el tobillo
Huixtocíhuatl lucía cascabeles de oro y caracolitos blancos de reluciente
plata.
La diosa de la Sal habitaba en el
Cuarto Cielo –de los trece existentes surgidos de la cabeza de Cipactli, el
cocodrilo que mató Quetzalcóatl para crear la Tierra- llamado Ilhuícatl
Huitztlan, el Cielo de la Estrella Grande, donde se movían la estrella Venus,
Citlalpol; la Luna, las estrellas, el Sol y los cometas; y donde moraba
Quetzalcóatl bajo la advocación de Tlahuizcalpantecuhtli, El Señor del Lucero
de la Mañana.
Contaban los narradores de leyendas
mexicas que por haber peleado con sus hermanos los dioses de la lluvia,
Huixtocíhuatl fue desterrada por ellos y enviada a vivir a las costas donde
había aguas salinas.
Llegada
a su destino, se abocó a inventar la sal, o mejor, a substraerla en tinajas,
procesarla, y obtener los granos para poder ser consumidos como condimento de
los alimentos.
Nuestra
venerada diosa enseñó a los mexicas cómo embalar la sal, gruesa o fina, en
pequeños costales de cuatrocientos cántaros de sal cada uno, en forma de
blancos panes redondos o alargados, muy limpios carentes de cualquier suciedad
o arena.
Pero las
dádivas de la divinidad a los indígenas no quedaron ahí, sino que les enseñó a
curar las postemas abscesos de pus supurantes con orines, hierbas y sal llamada
iztaúhyatl; y a emplearla como preservativo, como sustancia pulidora de
metales, y de los dientes, a los cuales quita el horrible sarro.
A la diosa de la Sal se le festejaba
en el séptimo mes del calendario llamado Tecuilhuitontli, Pequeña Fiesta
de los Señores, del 2 de junio al 21 de junio. En tal ceremonia, se le
sacrificaba una mujer que debía vestir los mismos atavíos que la diosa. Desde
temprano, todas las mujeres cantaban y bailaban en derredor de la doncella
elegida para el sacrificio, asidas a una liana de flores, la xochimécatl.
En
sus cabezas, lucían coronas elaboradas con la yerba denominada iztauhyatl,
“agua de la deidad de la sal”, conocida por nosotros como estafiate, la cual
despedía cautivantes olores, además de curar el hígado. Los pocos hombres que
solían acompañar a las danzarinas, portaban flores de cempaxúchitl, la sagrada
flor de los muertos. Toda la noche duraban las danzas y los cánticos en honor a
la diosa de la sal; iban las bailarinas guiadas por ancianos capitanes que
dirigían los cantos y las danzas. La doncella que representaba a la diosa
danzaba en medio de las otras bailarinas; por delante de ella iba un anciano
que portaba en las manos un hermoso plumaje llamado uixtopetlácotl. Todas estas
danzas y cantos duraban diez días, empezaban por la mañana y terminaban a la
medianoche. Al llegar la mañana del último día, los sacerdotes llevaban a cabo
una fiesta y un baile llevando en las manos grandes flores amarillas, las ya
nombradas cempaxúchitl.
Durante la última festividad, que duraba todo el día,
llevaban al templo de Tláloc hombres cautivos que serían sacrificados a lo
largo de la celebración: los esclavos llamados uixtotin, quienes lucían papeles
en el cuello y un colorido plumaje de águila en la cabeza, a la manera de una
pata de águila con las garras hacia arriba.
Cuando acababa el día, llegaba la hora
del sacrificio de la mujer que personificaba a la deidad. Subíanla a lo alto
del templo de Tláloc seguida de los esclavos destinados a morir en primer
lugar. Llegado el turno de la “diosa”, cinco jóvenes le sostenían los pies, las
manos y la cabeza sobre la piedra de sacrificios. Un sacerdote le abría el pecho
y le sacaba el palpitante corazón, el cual depositaba en una jícara,
chalchiuhxicalli, y lo ofrecía a Tonatiuh, el dios Sol, al tiempo que se
escuchaba la música de caracoles y tambores.
La
fiesta terminaba con una gran comilona rociada de pulque y otras bebidas, que
las personas efectuaban en sus casas de los diferentes barrios que componían la
limpia y hermosa ciudad de Mexico-Tenochtitlan.
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