Esta historia que voy a
relatar le sucedió a un doctor llamado Bruno Ruiz que era muy amigo de la
familia Ramírez, mi familia.
En una época el doctor
estuvo muy vinculado con mi papá porque trabajaban juntos en una clínica, mi
papá también era médico.
Los Ruiz siempre iban a
nuestra casa o nosotros a la de ellos, que estaba situada en la Colonia Roma,
en la Ciudad de México.
Un nefasto día, murió la
señora Ruiz, doña Clarita como le decían de cariño pues era muy buena y
solidaria con todos.
Ni que decir tiene que el
doctor Bruno se vio muy afectado con la muerte de su esposa a la que adoraba,
no solamente porque era muy buena y llevaba muy bien la casa, sino porque le
ayudaba en sus tareas médicas y le tenía sus archivos ordenados y al corriente,
aparte de que era la encargada de llevarle la agenda de citas.
A partir de que ella murió,
él la soñaba a cada rato, la sentía a su lado a todas horas, y podía sentir su
olor cerca, alrededor de su mesa de trabajo.
La pareja contaba con un
hijo, Alfredo, joven de veinticinco años que había estudiado Letras Hispánicas
y estaba a punto de pasar su examen profesional.
En una ocasión, para
titularse, Alfredo necesitaba forzosamente unos papeles.
Padre e hijo los buscaron
por toda la casa. Abrieron cajones, baúles, cajas, y nada, los papeles no
aparecían. La búsqueda duró más de cuatro días.
Bruno estaba desesperado
pues él los había guardado, pero como la esposa ya no estaba en este mundo, a
saber dónde los había dejado.
En el colmo de la
desesperación Bruno volvió la cara al Cielo e imploró: ¡Querida Clarita,
perdóname el desorden de mis cosas, y ayúdame, esposa querida, dime por favor
donde se encuentran esos papeles tan importantes!
Dichas tales palabras, el
cuarto donde se encontraba Bruno se oscureció y una hermosa luz apareció en un
rincón.
De la luz salió Clarita
vestida de blanco y le señaló al doctor el lugar donde se encontraban los tan
buscados papeles.
El doctor abrió la cómoda
señalada y los encontró. Al volver la cabeza hacia su esposa para agradecerle
el favor y hablar con ella, la mujer había desaparecido; sólo había quedado el
suave aroma a rosas que siempre se desprendía de doña Clarita.
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