En la calle de República de
Argentina, en la Ciudad de México, se encuentra situado un convento dominico,
atrás de lo que fuera el Templo de Santa Catalina de Siena, fundado, en el
siglo XVI. Por tres mujeres muy ricas y religiosas a las que apodaban Las
Felipas.
Poco a poco, el convento
recibió mujeres que deseaban volverse monjas en la advocación de Santa maría de
Siena. Cuando se entraba al Templo a la derecha se encontraba un Cristo de
madera, cuya autoría se desconocía.
Era una escultura grande que
representaba a un Cristo muy triste, muy pálido, con grandes llagas sangrantes
y escurriendo sangre de las heridas producidas por su corona de espinas. Todo
él movía a lástima y piedad.
Severa de Gracida y Álvarez,
joven devota que llegó al convento como novicia y que se convirtiera al
profesar en Sor Severa de Santo Domingo, desde el principio mostró una enorme
veneración por el dicho Cristo.
Cada vez que acudía al
Templo de Santa Catalina, le rezaba fervorosamente a la imagen del Redentor,
quien cada día le parecía a Sor Severa más triste, más sangrante y más
sufriente.
Conforma pasaban los años,
la veneración de la monja por el Señor aumentaba; cada día le rezaba más y con
más fervor, si esto era posible.
Treinta y dos años después
de entrar en el convento, Sor Severa se volvió vieja, enfermiza y achacosa,
circunstancias que en vez de disminuir su adoración por el Cristo la aumentaron
considerablemente.
Una noche en que el tiempo
estaba espantoso, lluvioso y con mucho viento que se colaba por las rendijas de
puertas y puertezuelas, Sor Severa tiritaba de frío y malestar, pues se
encontraba muy enferma.
En medio de su terrible
malestar, la monja se acordó del Cristo y quiso ir a cubrirlo para protegerlo
del húmedo frío.
Trató de levantarse de su
catre, pero el vendaval arreció. En esos momentos se oyó que tocaban a la celda
de Sor Severa, como pudo y casi arrastrándose, la monja acudió a abrir, y se
encontró con un mendigo haraposo que pedía un poco de pan y cobijo.
Sor Severa, compadecida,
tomó un trozo de la hogaza que se encontraba en su mesita, lo mojó en aceite de
olivo, tomó un rebozo de su baúl, y se los dio al mendigo que tan desprotegido
estaba.
Al otro día, la caritativa
monja moría, la Madre Superiora encontró el cadáver en su catre y un olor a
rosas que se esparcía por toda la celda: el olor a santidad. Su rostro, viejo y
enjuto, presentaba una sonrisa llena de paz y bondad.
Cuando la Madre Superiora y
las demás monjas acudieron al Templo, vieron la imagen del Santo Cristo
cubierta por el mismo rebozo que Sor Severa habíale regalado al pobre mendigo.
Desde entonces, considerando
tal hecho como un milagro, a la imagen se la bautizó con el nombre de El Señor
del Rebozo. Muchos años se veneró a esta imagen, hasta que el templo se
convirtió en una biblioteca.
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