Cuando mi abuela era joven
vivía en el centro de la Ciudad de México en una vecindad en las calles de
Perú.
Vivía con mi tío Roberto y
mi tía Chela, su hija mayor. La vecindad era bonita, mucho mejor cuidada que
muchas de las que había por el rumbo.
La puerta de la cocina de la
vivienda daba al patio central, muy cerca de las escaleras que llevaba al piso
de arriba y a la azotea donde estaban los tendederos.
Mi abuelita aseguraba que
siempre, a eso de las ocho de la noche, veía a una muchacha que subía a la
azotea con su tina de ropa para ponerla a secar.
A ella se le hacía raro que
alguien subiera a tender a esas horas de la noche, pero pensaba que la muchacha
no tendría otra hora para lavar.
No sabía dónde vivía esa
muchacha, porque nunca la vio en su casa ni en el patio donde estaban los
lavaderos.
Simplemente la veía subir la
escalera, pero nunca bajar con su bandeja llena o vacía.
Era una muchacha bonita, de
largas trenzas, pero su la cara reflejaba mucha tristeza.
Un día, mi tío Roberto la
vio también subir y la siguió a la azotea, pero no vio a nadie, la joven no
estaba.
Tal era su curiosidad, que
planearon atajarla en el camino.
Mi tío estaría en la azotea
esperando y mi abuelita le haría una seña desde abajo cuando viera subir a la
muchacha. Pero nunca lo pudieron hacer.
Un día supieron que la
muchacha no existía.
Mi abuelita preguntó a las
demás vecinas, les dio la descripción; y por ahí una vecina recordó que algún
día había vivido ahí una muchacha que tenía un marido que la golpeaba, llevaba
una vida terrible la pobre mujer y terminó suicidándose en la misma vecindad
donde se aparecía.
Mi abuelita la veía casi
todas las tardes subir con su tina de ropa.
La desgraciada mujer era un
alma en pena.
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