En la
antigua Villa de Pitic, en el estado de Sonora, durante los inicios del siglo
XIX, vivían cuatro Padres Conspicuos; es decir, padres ilustres y
sobresalientes, que pertenecían a la Orden Franciscana.
Siempre
llevaban una capucha que nunca se quitaban, e iban descalzos.
Los
habitantes de la villa se burlaban de ellos y les llamaban los “padres
mocosos”, por sus ojos siempre llorosos y sus narices irritadas.
Los
Padres Conspicuos caminaban en parejas por las calles rezando todo el tiempo,
hasta llegar al río cercano a la villa, donde se detenían, miraban hacia los
puntos cardinales, lloraban, y luego se regresaban al convento donde vivían,
siempre en completo silencio.
Por esa
época, llegó a la Villa de Pitic don Rafael de Ruiz de Avechucho, dispuesto a
contraer matrimonio con alguna criolla, pues se consideraba que eran muy
honestas.
Buscar
novia entre las criollas se había hecho costumbres, y muchos caballeros
españoles acudían a la Villa con tal propósito, pues pensaban que las españolas
se habían vuelto un tanto licenciosas.
Don
Rafael no era muy rico, pero sí acomodado.
En
cuanto llegó hizo buenas migas con el Padre Prior del convento franciscano.
Frecuentemente
entraba a la iglesia para depositar su limosna que serviría para prestar ayuda
a los indios seris y pimas de la región, que siempre se acercaban, hambrientos
y enfermos, a la Villa de Pitic a solicitar caridad.
Al poco
tiempo de haber contraído matrimonio a don Rafael se le enfermó la criollita de
una horrible epidemia que asoló por esos tiempos a la Villa.
En
seguida, el español acudió al convento franciscano solicitando ayuda médica,
pero la enfermedad había avanzado mucho, y doña Blanca, a pesar de su fortaleza
y juventud, se encontraba a punto de morir.
Don
Rafael, desesperado, pidió al Padre Prior que le enviara a los padres
Conspicuos, con la esperanza de que la sabiduría de los religiosos encontrara
algún remedio para aliviar a la desgraciada esposa.
Ante la
petición el Prior contestó que no existían tales padres Conspicuos, que se
trataba de una leyenda inventada por el pueblo.
Pero don
Rafael no le creyó y, muerto de angustia, se dirigió al río buscando
desesperadamente a los padres Conspicuos.
Llamó, gritó,
imploró y hasta maldijo a los padres; pero todo fue inútil, los Padres
Conspicuos nunca aparecieron y nunca nadie les volvió a ver.
Doña
Blanca murió y el desdichado de don Rafael se volvió completamente loco.
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