Cuenta una leyenda
jalisciense que había un niño llamado Nachito que le tenía mucho miedo a la
oscuridad.
Desde muy pequeñito mostró
un gran terror por los lugares oscuros.
Por tal razón, cuando el
niño se iba a dormir sus padres habían optado por mantener cuatro pequeñas
luces en las esquinas de su recámara.
Cuando contaba con cinco
años Nachito murió víctima del terrible miedo, ya que a su nana se le olvidó encender
las luces tranquilizadoras.
Lo enterraron en el Panteón
de Belén.
El velador del panteón cada
mañana encontraba el féretro del niñito fuera de la tumba. Lo volvían a
enterrar, pero al día siguiente ocurría lo mismo.
El fantasma de Nachito podía
verse cerca de las rejas de entrada al camposanto, como si el niño quisiese
alcanzar algo de luz.
Ante la continua repetición
del fenómeno paranormal, los padres de Ignacio decidieron hacer un catafalco de
piedra que estuviese colocado en el exterior y que ostentaba cuatro antorchas
en cada una de sus esquinas, para que Nachito descansara en calma.
Santo remedio, el ataúd
nunca más se volvió a salir.
Nachito nunca más sintió
miedo.
Desde entonces, las personas
acuden a la tumba del pequeño a dejarle dulces y juguetes para que está
tranquilo y duerma en paz su sueño eterno.
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